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blancaluz

Una sombra errante, una blanca luz

I.-La sombra errante

La caravana de huida se movía como un animal moribundo o enloquecido mientras se ponía el sol. Ulises ya sabía que tendría que hacerse a sí mismo, ávido de aprender sin nadie que le enseñase, lleno de preguntas sin que nadie le ofreciese respuestas. El odio se masticaba en aquella familia, en aquella casa, en aquel país. No podía soportar aquel aire asfixiante, aquel agua estancada y maloliente.
Delante había toda clase de vehículos casi empotrados unos en otros, formando un tapón que impedía todo avance. Las gentes se lanzaban fuera de los coches y los camiones empujados por el ansia de alcanzar cuanto antes el límite fronterizo. Muchos eran trabajadores del campo y albañiles de sencillas alpargatas, de tez morena y manos cuarteadas por el trabajo. Entre los hombres de la caravana pesaba como una losa, un triste aire de desesperanza, como si ya no hubiese más batallas por luchar. Muchos de aquellos hombres miraban tristemente sus manos.
La confusión invadía las calles, la aviación enemiga sobrevolaba los tejados. Sobre las escaleras de las catedrales, dormían niños y mujeres. Soldados aturdidos buscaban un jefe, mientras la muerte de los poetas pasaba desapercibida. Retumbaba el monte, el mar humeaba, y el lúgubre alarido de la sirena, llenaba de frios metálicos las almas, cuando los aviones plateados surcaban el horizonte. Atrás quedaban los días azules y el sol de la infancia y todo lo invadía el gélido viento de la sombra errante, mientras una anciana preguntaba por los antiguos patios con olor a azahar, mientras los demás lamentaban su demencia.

Cerca de los Pirineos comenzó a nevar sin tregua y muchos caminos y pasos fronterizos quedaron cerrados. Se hizo necesario entonces cruzar a pié con la nieve hasta las rodillas.
Ulises y su hermano se quedaron rezagados por culpa del cansancio, a la cola de la caravana, mientras los caminos ascendían por las pendientes cada ves más escarpadas y llenas de nieve. Ya no nevaba y los hombres más fuertes tenían que relevarse a la cabeza
para quitar la nueve a paladas, que permitiesen que los demás pudiesen seguir avanzando.
Era una tarea titánica. Dedicieron pasar la noche en una cueva natural que encontraron cerca del camino principal, aunque la mayoría no pudo pegar ojo por culpa del frío a pesar de la candela que encendieron. Ulises tuvo que levantarse varias veces a calentarse los pies, pues los sentía tan fríos que temía se les fuese a congelar, hasta que encontró el remedio de coger algunas piedras de dentro de la fogata, para así calentarse y de esta forma pudo dormir un rato, junto a su hermano.
Amanecía cuando Ulises despertó y no quiso perderse el expectáculo así que se asomó a la boca de la cueva para adivinar cómo en medio de la inmensidad blanca de bruma, nieve y niebla, emergían poco a poco los pálidos dedos rosados del alba, o las tímidas arboledas pardas. Finalmente el día se presentó como un regalo que no se podía desaprovechar, pues el viento retiró las nubes y les trajo un día espléndido. Los rayos de sol rebotaban como un espejo contra la nieve.
Ulises, que se sentía optimista, salió a dar un pequeño paseo para contemplar el paisaje. Su hermano desayunaba un poco de leche e intentaba calentarse mientras oyó una vibración, primero imperceptible, y luego en aumento hasta convertirse en un estruendo ensordecedor, casi como un gran terremoto.

-Un alud. ¿Hay alguien fuera?. Grito un hombre joven.
-Sí, el muchacho moreno que viaja con su hermano salió a dar un paseo.
-Mi hermano, gritó Antonio, hay que hacer algo por ayudarle.
Todos salireon afuera para contemplar que el alud había cubierto una gran área cerac de la cueva en donde probablemente se encontrase Ulises. Así que no había tiempo que perder, inmediatamente se organizaron en grupos con palas para buscarlo antes de que se congelase bajo la nieve, intentando encontrar alguna prenda de vestir o algo identificativo.
Fue en medio de la desesperación cuando Antonio encontró como salido de la nada a Joan, el mejor amigo de su padre, que había viajado desde que salieron de Solsona con ellos sin haberse encontrado. Antonio solo supo decirle entre lágrimas:
-Ayúdame por favor, mi hermano.
-¿Ulises está bajo la nieve?.
-Creo que sí, una mujer lo vió salir de la cueva justo antes de la avalancha.
Inmediatamente Joan organizó junto a varios conocidos su propio grupo para buscar a Ulises. Entre ellos había expertos rastreadores conocedores de la montaña, que viajaban con sus perros. Los canes no tardaron en encontrar algunas pisadas humanas, que pronto se perdían bajo la nieve. Al menos ya sabían por qué zona debían buscar. Los dos perros rastrearon cerca de una hectárea en una media hora y de pronto encontraron una mano en medio de la nieve. Siguieron cavando y encontraron a Ulises que estaba semi inconsciente. Pronto lo llevaron al interior de la cueva, lo taparon con mantas y le practicaron la respiración boca a boca. Lograron reanimarlo a los pocos minutos. Cuando Ulises abrió los ojos por fin, vio a su hermano con lágrimas en los ojos, a un grupo de hombres a su alrededor y un perro de lanas empezó a lamerle en la mejilla, como diciéndole bienvenido a la vida.
Antonio se abrazó a su hermano y cuando logró dejar de sollozar le dijo a su hermano.
-Gracias a él, estás con vida. Señalando al perro.
Ulises se abrazó al perro, como si fuese alguien de su familia y desde entonces prometió cuidar a los canes y a los animales en general como si fuera lo mas importante de su vida.
-Bueno también gracias a él. Y antonio le indicó a un hombre cuyo rostro al principio no reconoció, pero finalmente cayó en la cuenta que era Joan, el mejor amigo de su padre.
-Joan, que milagro encontrarte de esta forma. Se abrazó a él y lloró. Es como su fueras un enviado del destino.
-Parece que el destino nos ha unido de nuevo, muchacho. Ahora tienes que reponerte cuanto antes, la caravana debe continuar.
Ulises recibió mantas, pan y café y Joan le ofreció su protección hasta que pisasen lsuelo francés, tras las montañas hurañas y nevadas.
-Contigo se que puedo ir al fin del mundo, Joan, le dijo Ulises.
Ulises siempre sentiría un enorme agracedimiento por aquellas personas que apenas conocía y a los que tanto debía. En adelante se preocupó por ellos como si fuesen sus propios parientes, pues habían hecho algo por él que quizá alguno de sus familiares no habrían hecho. Ulises decía que había nacido de nuevo de entre las nieves, y cambió su carácter haciéndose menos huraño y reservado, mas amigable y ofreciendose a todos los que pudiesen necesitarle. A menudo, y a lo largo del camino de la caravana encontraba algo con que alimentar a muchas presonas, a veces en los bosques y a veces en los huertos, y en alguna que otra ocasión tuvo que huir ante las amenazas y los insultos los propietarios.
Una noche que decidieron parar a descansar en unas chozas abandonadas cerca de Canillo, Ulises recogía leña junto a Joan.
-Joan ¿qué será de mi familia?. Preguntó Ulises.
Joan le miró a los ojos, le quitó las maderas de las manos, le pidió que se sentase en el suelo y se dispuso a hablar, mientras acariciaba el flequillo del chiquillo.
-A veces sólo hay que preocuparse por cómo sobrevivir. Y esta es una de esas veces. Tu padre es fuerte y listo como el hambre. Saldrá adelante. Tu madre y tus hermanos ahora están protegidos por el patrón. Y tu..... tienes que cuidar de tu hermano. Tienes que aprender a no fiarte de nadie, a no depender de nadie. Tú eres listo, debes leer mucho, aunque te parezca que no, algún día te servirá. Huye de la guerra, Ulises, vete a América, busca una nueva oportunidad.
Sacó del hatillo que llevaba a la espalda algunos libros y se los entregó. Le besó en la frente como solía hacer su padre antes de irse a dormir, y luego lo tapó con una manta, mientras Ulises se dormía abrazado a un libro. Esa noche soñó con una casa inundada de luz y un patio con flores y paredes de cal, con columnas, arcos, y varias fuentes enormes con ranas, peces y patos, en donde no existía el tiempo.
-Mientras tengáis vuestras manos y ganas de usarlas en el trabajo, no estaréis perdidos, vuestro padre estaría orgulloso de vosotros.

Esas fueron las palabras de Joan en la despedida en Andorra. Dijeron adiós a Joan con lágrimas en los ojos mientras grupos de franceses iban a la frontera a fotografiar cómo los aviones de Franco bombardeaban a los últimos desvalidos que huían de España.

Por fin pudieron cruzar la frontera y decidieron quedarse a trabajar en alguna granja cercana.
-¿Y qué sabes tú de América?. Preguntó Antonio a su hermano mayor Ulises cuando le anunció su repentina idea viajera.
-Sé que allí no hay guerras, ni padres que abandonan a sus hijos, que hay ciudades y países grandes y ricos, no se persigue a nadie por cómo piensan. También sé que mucha gente que vuelve con mucho dinero.
-Pero el pasaje debe ser muy caro, América esta al otro lado del mundo. Replicó Antonio.
-Trabajaremos. Respondió secamente Ulises y se dispuso a leer uno de los libros que le entregó Joan. Abrió una página al azar y leyó “Puesto que ignoras lo que te reserva el mañana, esfuérzate por ser feliz hoy. Toma un cántaro de vino, siéntate a la luz de la luna y bebe pensando en que mañana quizá la luna te busque inútilmente”.
Una semana después de salir de España, atravesar senderos, desfiladeros, dormir en cuevas naturales, beber agua de riachuelos, casi desfallecían de hambre y cansancio cuando encontraron una pequeña granja familiar de aspecto apacible.
Hacía dos días que no habían comido y bebido nada y notaban cómo las piernas empezaban a flaquearles, y a veces sentían como si una densa nube de polvo les nublara la vista.
Vieron una familia trabajando los campos. Aquella estampa movió algo en el interior de los dos hermanos y se dirigieron a la cabeza de familia, un hombre de mediana edad y aspecto apacible, y sin demasiada esperanza, le pidieron trabajo. A los pocos minutos, su suerte había cambiado. La casa era un “lalot” de una planta, antiguo, sencillo y alegre, con flores en las ventanas, puertas y contrapuertas de madera celeste, que contrastaban con el marrón de la piedra. Los muros, estaban cruzados de grandes vigas de madera en diagonal y el tejado simulaba una gran batea de pizarra. Era acogedora y alegre, pero sabia, antigua y noble, quizá como sus dueños. Un matrimonio joven, con dos hijas de 17 y 18 años, que no parecían tener más interés que sus tierras y su propia familia.
Ulises, no pudo conciliar el sueño en toda la noche, pues frente a sí se abrían tantas interrogantes como estrellas brillaban en el cielo de la noche que ya dejaba paso a un nuevo día, anunciado por los primeros cantos de los gallos.
Gerard, el propietario, -un hombre fuerte y afable de 40 años, cabello rubio, sonrisa fácil y ojos claros-, no se apartaba demasiado de su terruño, excepto los fines de semana, cuando acudía al pueblo a realizar las compras para la semana, iba a misa o a hablar con el sacerdote Sauniéres de la iglesia de la Sainte-Madeleine, sobre quien corrían extrañas habladurías. Marie, su esposa era morena, simpática y siempre atenta a las necesidades que pudiesen tener los dos hermanos catalanes a los que mimaba con un afecto sincero y tranquilo. No se podía pedir más.
Rennes era un pueblo pequeño, ensimismado sobre suaves laderas, en la ribera del río Aude. Además de lo que tienen todos los pueblos, tenía una aldea dedicada a las aguas termales, -Rennes les Bains- con su pequeño hotel decadente lleno de ancianas de Toulouse, ricas y aburridas.

Las dos hermanas Louise y Therese enseñaron a los dos hermanos a hablar francés correctamente y algunas palabras en lengua occitana.

-Paire Nòstre qu'ei ath cèl, qu'eth tièu nòm sia sanctificat; qu'eth tièu règne venga. Qu'era tia volontat sia hèita ara tèrra coma ath cèl. Dòna-nos agüèi eth nòstre pan de cada dia, e perdona-nos es nòstres ofènses coma nosàti perdonam es d'aqueths que nos an ofensats e no nos deishes pas caure en tentación; mai deliura-nos deth malin. Atal sia.

-Se parece un poco al catalán. –Observó Ulises cuando la muchacha hubo terminado de recitar de memoria su oración en la entrada de la casa.
-Todas las lenguas vienen del Latín. Le explicó Therése, la mayor.
-Sabes mucho, para vivir en medio del campo. –Replicó él.
-Mi padre me enseña muchas cosas, a él le gusta mucho leer y a mí escuchar sus historias de cátaros.
-Y eso qué es.
-Yo no le hago mucho caso, él dice que se las enseña el cura. A mí me da igual, me gusta mucho que me cuente historias antes de dormir.
-Y dime. Qué tipo de historias te cuenta.
-La que más me gusta es la de un cura que encuentra un tesoro escondido. Cada día le añade nuevos datos y los personajes parecen cobrar vida.

Therese hablaba de cuentos y leyendas, algo tan irreal y etéreo, como duro y frío era el mundo de Ulises. Todo lo que ella contaba le parecía al muchacho tan mágico como el simple hecho de estar hablando con ella en medio de una campiña tranquila y sin el ruido de las bombas, ni los remordimientos ni las burlas, el frío y el hambre que había pasado. Pasó el viento por entre las copas de los árboles y una sensación de facilidad tan plena como fugaz.

Era en los momentos de las visitas cuando empezaban los problemas para Gerard. Vecinos y familiares, le avisaban insistentemente de que su amistad con aquel extraño cura no podría beneficiarle. Gerard no se sorprendía, le quitaba importancia, y a continuación proponía un brindis por la amistad. Otras veces, disculpaba a su amigo el cura porque disponía de una gran biblioteca y era un gran conversador, culto, instruido y tolerante.

Ulises escuchaba todos estos dimes y diretes, sin demasiado interés hasta que un día oyó a Teresa, -así la llamaba él-, decir que su padre no era católico, algo que provocó su natural sorpresa y no hizo más que aumentar su curiosidad. Cuando Ulises le preguntó que si no era católico porqué mantenía aquella amistad tan criticada con el cura, la muchacha respondió que los dos tenían las mismas inclinaciones.

Ulises quería saber algo más de aquellas inclinaciones comunes, pero no quiso resultar impertinente, así que no hizo más preguntas, puso al tanto a su hermano y ambos comenzaron a indagar. El instinto de autoprotección de Ulises le empujaban a querer saber todo cuanto pudiese, mientras todo en la casa seguía como siempre. Preguntó a los agricultores de las parcelas cercanas, y más tarde, hizo preguntas a viajeros ocasionales que transitaban los caminos sin ningún resultado.
Pronto se vio obligado a olvidar estas circunstancias que finalmente se revelaron poco importantes, ante nuevos hechos que poco a poco ganaron más protagonismo.

Gerard, adquirió un aparato de radio en un comercio de la cercana Carcasonne. Un día la radio anunció la noticia de que los alemanes habían entrado en París. El locutor leía un comunicado severamente, mientras el patrón de la granja escuchaba mirando al suelo, y el resto de los miembros de la familia permanecía en silencio.
“Las tropas de la Wehrmacht ingresan victoriosas en París. En los Champs-Elysées desfilan con paso de ganso exhibiendo sus estandartes y en la Torre Eiffel colocan un cartel con "V" de la victoria y la frase "Deutschland siegt auf allen fronten".Alemania gana sobre todos los frentes. El gobierno francés se repliega a Bordeaux y el mariscal Pétain es nombrado presidente del Consejo e inicia la colaboración con los nazis. Charles de Gaulle, instalado en Londres, hace un llamamiento invitando a continuar la lucha”.
“Petain es peor que los boches”. Decía Gerard, muy afectado por todo aquello. Cuando recuperó el ánimo consoló a su mujer e hijas, que tenían miedo, y les dijo que no se habían de preocupar por nada, pues en el sur estaban a salvo, que todo aquello quedaba lejos. Podría llegar algún soldado pidiendo la documentación, pero nada más. A los dos hermanos catalanes les dijo que lo que oyeran dentro de la casa, no tendría que salir fuera bajo ningún concepto, pues la vida de todos podría depender de ello.
Luego Gerard se llevó a una habitación aparte a Ulises y le habló largo tiempo. En su charla, el adolescente pensó que su patrón había visto algo en él que le preocupaba. Sin embargo pudo más el pensamiento tranquilizador de que hasta el momento solo habían recibido cosas buenas de sus patrones, que siempre se mostraban prudentes y comedidos.
-Dime Ulises, si tu tierra fuera invadida por extranjeros qué harías.
Ulises dudó por un momento la respuesta, pues parecía demasiado evidente y tampoco sabía adónde quería llegar su patrón, que fumaba en pipa pausadamente, y lanzaba al aire bocanadas de humo, mientras, con una mano movía lentamente una copa de coñac caro.
-Defenderla, sin duda. Respondió sinceramente el zagal.
-Bien ¿y..... si defenderla supusiera..... peligros para ti y tu familia, incluso... problemas con los vecinos, .... si ellos tuviesen otra opinión?.
El patrón miraba distraídamente por la ventana de su biblioteca, mientras Ulises se recostaba en un mullido sillón de piel.
-Nadie tendría porqué saber mis opiniones. Pero mi postura sería la misma. Opinó.
Luego, Gerhard inició un monólogo con un largo preámbulo sobre la amistad, la confianza y la importancia de los valores. Le advirtió que en tiempos de guerra suelen ocurrir cosas que normalmente no pasan, y que aunque parezca inexplicable, todo tenía una finalidad.
-Puede que en los próximos días veas cosas que no entiendas. -Le anunció-. Y puede que la curiosidad te lleve a comprometerte con la verdad, pero has de saber que si lo haces será para siempre. Las puertas en estas circunstancias no están entreabiertas. Están abiertas o cerradas. Y si abres una puerta, ésta se cerrará a tus espaldas. Así son las cosas. Claro que también puedes dejarla cerrada, en cuyo caso nada ocurrirá. En cualquier caso quiero que sepas que pase lo que pase tendrás todo mi apoyo y mi cariño. No te mates por saber, si no entiendes, el tiempo te dará una explicación.
Cuando ya parecía que había acabado, se volvió repentinamente.
-Una última cosa. Mis hijas. Supongo que tú y tu hermano sabréis comportaros como auténticos caballeros.
-No te quepa la menor duda. Respondió Ulises.
Ulises no estuvo seguro de haber entendido el verdadero significado de las palabras de su patrón y por más vueltas que le dio no consiguió encontrar una explicación satisfactoria. El buen ambiente de la casa continuó inalterable y los padres siguieron yendo a la iglesia.
La placidez de los días de verano era solo interrumpida por las malas noticias que llegaban de la radio. La colaboración de Petain con los alemanes era cada vez mayor, sin embargo, mantenía la apariencia de normalidad. Empezaban a levantarse voces que apoyaban a De Gaulle. En Couillure había muerto Machado, último símbolo de la esperanza, con los versos “estos días azules y este sol de la infancia” en el bolsillo.
Ulises se hizo amigo de Pierre, un pelirrojo lleno de pecas malhumorado, irónico y gracioso, hijo del panadero del pueblo, que llegó como aire fresco. Era solo unos años mayor que él, pero ya parecía todo un experimentado hombrecito. Fumaba, bebía, y presumía de haber estado con muchas chicas. Conocía muy bien a toda la gente del pueblo.
-Tú y yo, vamos a llevarnos muy bien. Le dijo Ulises cuando se hicieron amigos.
Pierre le invitó un día a beber en una taberna del pueblo. Ulises y Antonio impresionaron al muchacho francés contándole la historia de su huida de Cataluña, de su madre y de Franco. Las jarras de cerveza corrían por encima de la mesa, mientras Pierre, el “experimentado” se convertía poco a poco en Pierre el fanfarrón. Entonces, contó con todo lujo de detalles, la historia del cura del pueblo
Según Pierre, el párroco Saunières decidió hace años restaurar el altar mayor de la iglesia, y halló unos pergaminos dentro. Eran manuscritos de los Evangelios, con rasgos inesperados: dibujos de monogramas, letras añadidas, marcas; indicios de que los documentos estaban en clave. El Obispo de Carcassonne dio a Saunières autorización y éste los entregó al experto abate Bieil. Una vez desvelados los manuscritos, se pudo leer lo siguiente. "Pastora, ninguna tentación. Que Poussin, Teniers. La clave. Paz 681. Por la cruz y este caballo de Dios, completo o destruyó este demonio del guardián al mediodía." El segundo texto, descifrado, explicaba: "A Dagoberto II Rey, y a Sión pertenece este tesoro y Él está allí muerto."
-Tienes buena memoria. Observó Ulises. Y a continuación preguntó: ¿Quién es Dagoberto?.
-Dagoberto II, el merovingio, rey de los cátaros, que contrajo matrimonio en Rennes, en esa misma iglesia.
La vida del párroco cambió, -continuaba Pierre-, iba a Paris con mucha frecuencia, se codeaba con la alta sociedad, se hizo gran amigo de una famosa soprano y su tren de vida comenzó a ser elevado. Encontraron una losa al pie del atar, del siglo V, cuando fue removida el cura ordenó que lo dejaran solo. Continuó Pierre.
El cura contó que los objetos hallados eran dos esqueletos y un cuenco lleno de objetos; y medallones sin valor. De repente empezó a manejar mucho dinero sin que nadie supiera de donde. Decidió restaurar toda la iglesia, con un estilo muy curioso. El mismo pintó la imagen de María Magdalena del altar, escribió sobre la entrada de la iglesia la frase Terribilis est locus iste e hizo con sus manos, la estatua del diablo de la entrada. Compró el terreno colindante a la iglesia, construyó un paseo y la Tour Magdala, una casa de huéspedes y lo pagó todo de su bolsillo.
-Había gastado bastante más de un millón de francos..., y eran francs d'or, que valían 20 veces más que los de ahora, explicaba Pierre con los ojos muy abiertos.
-¿Y bien?, preguntó Ulises cuando concluyó de contar la historia. ¿Adónde nos conduce todo esto?.
-A ningún lado, nadie tiene una explicación. La gente del pueblo no se fía del cura, habla de sociedades secretas, del tesoro de los cátaros, de la tumba de Cristo y de no sé cuantas cosas más.
-En las iglesias hay valiosas obras de arte y a veces se venden. Opinó Ulises. No entiendo dónde está el misterio.
-Et in Arcadia Ego. Dijo Pierre. Esta es la frase que dicen había en una lápida del cementerio de la iglesia, borrada por el propio cura. Saunière trajo de París una reproducción del cuadro «Los pastores de Arcadia» de Nicolás Poussin donde había pintada una tumba con la misma inscripción en latín. La lápida que borró era de Marie de Negri, heredera del primer Gran Maestre templario. Todo el mundo cree que el cura encontró la forma de cobrar esa herencia y que hay alrededor muchos misterios sin desvelar.
-Debe haber una explicación mucho más lógica. Dijo Ulises.
-¿Lógica?. Dime, que pinta un demonio en un pilar de agua bendita y Maria Magdalena en el sepulcro de Jesús. Preguntó Pierre.
-María Magdalena es la excusa perfecta para los curas enamorados de mujeres hermosas. Si Jesús hubiese sido marido de la Magdalena, los curas estarían legitimados para casarse. De todas formas, es evidente que hay algún misterio, pero es mucho más prosaico y quién sabe, si aún puede averiguarse, mientras el cura esté vivo. Explicó Ulises.
-La gente del pueblo teme a este cura.
-Nuestro patrón le aprecia. –Explicó Ulises.
-Todo el mundo cree lo que le produce algún beneficio. Dijo Antonio.
La conversación en la taberna derivó a continuación hacia temas más livianos, por efecto del alcohol. El dueño del bar se vio obligado a llamarles la atención pues alborotaban de lo lindo. Salieron de la taberna y fueron vagando por el pueblo hasta que acabaron en el “chemin d’esperaza” cercano a la carretera, desde donde podía verse todo el valle, con las montañas al fondo, los caseríos de los pueblos lejanos insinuando su blancura en medio de la noche por obra de la luna llena y la misteriosa torre Magdala en un lugar alto, mucho más lejos, hacia el sur los Pirineos.
Pierre cantaba canciones a media voz acompañado de Antonio, mientras Ulises miraba a la torre. Por uno de sus ventanales góticos vio una figura con una luz en la mano, y lo comentó con los demás. Imposible, -explicó Pierre-, ahora mismo la torre y el albergue está vacío, el cura está en París.
Ulises se encaminó hacia un sendero que bajaba al riachuelo. Hacia la base de la torre una pequeña elevación mostraba la roca desnuda y en ellas, la entrada de unas cuevas por las que el joven se adentró en solitario.
Tesoros ocultos de los cátaros, ¡bah!, qué cosas, la tumba de Jesús en un monte en el sur de Francia. Pensaba. No le viene mal a este lugar olvidado del mundo, tanto misterio. Claro que las mentiras de nuestra época tienen que ser más elaboradas que en la Edad Media, cuando los curas atemorizaban a los pobres campesinos.
Ulises caminaba por el interior del túnel embebido en sus pensamientos y de repente se encontró con que la amorfa disposición de la roca en el inicio del túnel se había transformado en un perfecto corredor hecho por la mano del hombre, que le conducía a unas escaleras ascendentes excavada en la roca. Un pasillo le conducía a otro y una puerta a otra.
Una historia propia de una mala novela, pensaba mientras caminaba, habrá que averiguar sobre qué intenta distraernos. Pensaba Ulises andando por aquellos pasillos.
De repente abrió una puerta y vio algo terrible que le causó gran impresión, por un segundo, su corazón comenzó a latir más fuerte, hasta que logró dominarse. Era una gran escultura que sujetaba una pila de agua bendita, representaba a un diablo de madera policromada, de piel roja, ojos saltones y amenazadores. Ulises usó aquella agua para refrescarse la cara, después del susto que no esperaba y le devolvió a la realidad más inmediata. Sobre la pila de agua bendita había cuatro ángeles y en medio una cruz celta, con una rosa tallada en su centro. Sobre el umbral de entrada sobre la que pudo leer la frase Terribilis est locus iste. Estaba nada más y nada menos que en el interior de la famosa iglesia. Era noche cerrada y apenas unos cirios iluminaban escasamente las bóvedas románicas del interior. Entonces se dio cuenta de que estaba mucho más borracho de lo que creía, ya que había caminado a oscuras un buen rato sin reparar en ello siquiera. Ni siquiera sabía muy bien cómo había llegado hasta allí, pero se alegró de estar allí adentro, pues así podría comprobar como todo aquello tan misterioso que se cernía sobre aquella iglesia, en realidad tenía una explicación mucho más lógica y así podría desmontar uno a uno, los elementos de la falsa leyenda.
Cogió un gran cirio y fue a mirar con detenimiento las escayolas del vía crucis, y le pareció que lo que otros veían como señales y elementos de creencias consideradas heréticas, no eran más que el producto de una mala ejecución artística.
En general, los añadidos a la iglesia hechos en los últimos años por Sauniére, le parecieron sencillamente de mal gusto. Sólo así se explica el añadido de un pórtico triangular, para una iglesia románica. Luego fue a ver la Magdalena pintada por el párroco en el altar mayor y confirmó que el autor era un mal aficionado al arte, alguien insolente, que usaba de la provocación para hacerse notar. No había nada más que captara su interés dentro de la iglesia, así que soltó la vela, buscó una puerta para salir y se alegró al ver una que daba a un jardín trasero.
Salió fuera y aspiró con placer el aire de la campiña que refrescaba su rostro perlado de sudor. Desde fuera la iglesia se veía sin gracia alguna, salvo las altivas ventanas del ábside. Mientras miraba hacia el edificio tropezó en el suelo con algo duro, una piedra, pensó.
Y está bien dura. Comentó mientras se frotaba la rodilla, dolorida por el choque de la carne y el hueso contra lo que resultó ser una lápida. -¡Un cementerio!. Claro, al lado de una iglesia, es lógico, se respondió. Llamaba la atención una gran y elegante lápida vertical sin inscripción alguna.
Ulises se agachó para ver si podía distinguir alguna letra con la luz de la luna llena. De repente una mano, sobre su hombro le detuvo.
-¿A donde crees que vas jovencito?. Alguien le colocó una tela sobre la cara y le tiró al suelo. Esta vez Ulises se temió lo peor, y por ningún rincón de su mente hallaba una explicación lógica. Hasta que descubrió dos pares de zapatos que le resultaban familiares, y se quitó la tela para descubrir que se trataba de su hermano y Pierre que le habían gastado una broma.
-Esta me la pagáis mal nacidos, los dos, me habéis dado un susto de muerte.
Los otros dos chavales reían sin parar.
-Esta ladera es como un queso de Gruyere, igual que toda la zona, he jugado muchas veces por aquí. Dijo Pierre.
-¿Y cómo es que no está cerrado el acceso a la iglesia por los túneles?.
-Nadie en el pueblo se atrevería a entrar en la iglesia de noche.
-Pues a mí con tanto susto ya se me ha quitado toda la borrachera, dijo Antonio y todos rieron en voz baja en medio de aquel cementerio. Esta vez, Ulises, se puso el último en el sentido de la marcha para ahorrarse nuevos sustos.
Dejaron la explanada del cementerio por un nuevo túnel similar al anterior, pero en vez de dar a la iglesia, conducía al paseo de la torre Magdala. Había puertas laterales que no se sabía a donde conducían. Ulises iba mecánicamente empujando esas enigmáticas puertas mientras caminaba, encontrándolas todas cerradas. La última puerta cedió lentamente bajo la mano de Ulises, dejando ver un nuevo pasillo iluminado. Ulises pensó qué hacer y fue entonces cuando se encendió una luz en su cerebro que le hizo recordar aquella enigmática conversación que había mantenido días atrás con Gerard, su patrón.
“Puede que en los próximos días veas cosas que no entiendes. Y puede que la curiosidad te lleve a comprometerte con la verdad. Y si abres una puerta, se cierra tras tus espaldas. No hay vueltas atrás. Así son las cosas. Claro que también puedes dejarla cerrada, en cuyo caso nada ocurrirá”.
Ulises empujó la puerta y se adentró por el pasillo, esperando encontrar alguna explicación a todos los misterios con los que había tenido que convivir en los últimos días. Sus pensamientos fueron sólo respondidos con el ruido de la primera puerta que acababa de atravesar, al cerrarse, pensó que por efecto de alguna corriente de aire. Se abrió la puerta ante sí.
Vio una sencilla habitación iluminada por luz artificial, con tres puertas, una gran mesa en el centro, planos de la región, escritos, restos de comida, bebida, tabaco, y muchas sillas desordenadas alrededor. Algunos muebles se apilaban contra las paredes y sobre un viejo armario había un aparato de radio. Se sentó en una de las sillas y trató de relajarse un poco, mientras respiraba hondo. Llegó a su nariz el olor del tabaco, hacía poco que habían apagado algunas colillas en los ceniceros.
Se fijó un poco más en el mapa y vio que tenía algunas marcas, la más importante señalaba a las minas de oro de Salsigne al norte de Carcassone, en la Montaigne Noire. ¿Guardaría alguna relación con Saunieres?. Podría decirse que sí, pero no podía quedarse a averiguarlo, oía pasos y decidió irse por el mismo pasillo por el que había entrado. Salió corriendo por el oscuro pasillo, mientras escuchaba cómo la habitación que abandonaba se llenaba de gente.
Lentamente fue acercándose hasta la puerta de la habitación y oyó voces de hombres y mujeres que hablaban pausadamente. Se diría que era una reunión privada de amigos. Sonaba música en la radio mientras todos charlaban, cuando la emisión musical fue interrumpida por un locutor de la BBC de Londres que anunciaba un mensaje especial para los oyentes franceses, -un poema de Paul Verlaine-, todos contuvieron la respiración, y clavaron los ojos en algún punto de la habitación, como si aquel poema pusiese en juego sus vidas. Oyeron el poema, mientras algunos lo recitaban en voz baja al mismo tiempo que el locutor hablaba. Cuando por fin concluyó, todos mostraron un gran alivio, otros esbozaron un gesto de desagrado.
-Falsa alarma- comentaron aliviados algunos.
-En estas circunstancias, uno no puede evitar volverse impaciente-. Decía otro.
-No podemos dar un solo paso en falso, ya lo sabéis.–Dijo otra voz más autoritaria-.
-Esperar, esperar. ¡Estamos hartos de esperar!. ¿Qué saben en Londres cuál es nuestra situación?. Si estuvieran aquí seguro que ya hubiesen tomado las armas. ¿Qué clase de revolución es ésta?. Dijo alguien con acento español.
-Esto no es ninguna revolución, si fuera eso nos aplastarían como cucarachas. Esto no es tan fácil como parece, ¿me oís?. No se trata solo de tener rabia sino astucia. Golpear donde más les duela en el momento justo sin que sepan de dónde salimos, ni quiénes somos. Sortear a La Milice, al Service de Travail Obligatoire, a los espías infiltrados, a los soldados, a los partidarios de Petain.
Una voz mucho más serena, pausada y al mismo tiempo débil, como gastada por el tiempo vino a dar la razón al anterior comentario.
-Gerard tiene razón. Los que ahora nos miran con miedo, nos apoyarán. Debéis tener fe hijos míos. Yo estoy convencido de que nuestra causa triunfará, si no fuese así no os habría apoyado hasta este extremo.
-Perdonad si me precipito. –Retomó el joven más impulsivo. Pero a veces uno pierde la cabeza. Pienso en mis compatriotas encerrados en campos de trabajo. Deberíamos hacer algo por ellos.
Ulises contenía la respiración detrás de la puerta cerrada, un fuerte golpe en la cabeza que lo dejó sin sentido.
Cuando abrió los ojos se encontró tendido en una cama, abrió lentamente los ojos, y vio a Gerard, su patrón, el dueño de la granja. Se frotó los ojos para ver si estaba soñando, y luego echó un vistazo a la habitación, pero no estaban en la granja, sino en el interior de una cueva excavada en la roca. Le dolía tremendamente la cabeza y no entendía nada.
-Así que empujaste la puerta. La curiosidad pudo mas que tu. Has dado un importante paso en tu vida.
Y así fue como todo ocurrió, tan sencillo como estremecedor. Cuando todo a su alrededor cambiaba, y se aprestaba a vivir una gran confrontación, era difícil, permanecer impasible. Los días siguientes transcurrieron como si hubiese desaparecido un velo que cubriese sus ojos . Ahora conocía la verdad. Comenzó a conocer gente en la organización y supo el destino que habían corrido muchos de sus compatriotas, confinados y obligados a alistarse a la legión, bajo la amenaza de ser deportados a España. En las minas de oro de la montaña negra trabajaban muchos de sus compatriotas y muchos querían que su primera acción tuviese lugar allí. Otros eran partidarios de esperar Ulises decidió ayudar a aquel grupo.
-Podría decirte muchas cosas, pero sólo te diré una: solo te tienes a ti mismo. Así que por mí y por ti, no lo hagas.
Su hermano no acogió bien la noticia. Quizá se había acostumbrado demasiado a la buena vida del paraíso provisional en la pequeña granja. Esto es mucho para alguien que no ha podido saborear nunca algo parecido a la sensación de tener una familia solía decir Antonio. Mientras, Ulises aparecía entusiasmado y feliz de la decisión que acababa de tomar. Así los dos hermanos no se reprocharon nada, pero supieron que quizá pronto sus pasos les llevarían por caminos distintos.
La primera expedición fue inmediata. Reconocer el terreno, fue el primer objetivo
del grupo de cinco hombres, que al ver llegar al muchacho, lo miraron con cara de
pocos amigos. Él es español, dijo Gérard, como justificando la presencia de
Ulises. No sin cierta reticencia los integrantes del grupo le acogieron e hicieron
todo lo posible por ayudarle durante los días que duró la caminata.
El primer acto de resistencia era a menudo la pintada, por ejemplo dando la vuelta a
la declaración alemana de que matarían a 10 franceses por cada alemán asesinado
(" ¡un francés asesinado - diez alemanes muertos! ") o simplemente cambiando o
quitando postes indicadores para confundir al enemigo, distribución de folletos y de
periódicos clandestinos.
En Couiza, Montazels, Alet les Bains y Limoux repartieron pasquines y carteles, que pegaron sobre otros que decían “Ils asassinnet, enveloppés dans les plis de notre drapeau”. Las palabras “Ils assasinnet notre drapeau” aparecían mucho más destacadas, sobre la imagen de un hombre con aspecto siniestro, y un lejano aire castizo español, que aparecía pistola en mano envuelto en una bandera de Francia. Mucho más cómico era el cartel que encontraron en la plaza de la República de Limoux, en que aparecía la pelada cabeza de Petain al que los niños habían dibujado tirabuzones y una esvástica en el centro. Sobre la cabeza del presidente, se leía la leyenda “Travail, famille, patrie” y bajo él aparecían figuras de granjeros y agricultores en su trabajo. Una Francia idílica que no aparecía por ningún sitio. Colocaron varios carteles en la plaza principal, sin encontrarse apenas a nadie y corrieron por los soportales de la plaza hasta el puente, para refugiarse definitivamente entre la vegetación del río.
Hicieron la primera parada para desayunarse con queso, leche y unos huevos recién puestos, que frieron en una pequeña sartén, pues habían madrugado mucho y había que reponer fuerzas. Ulises no pudo probar bocado, pues estaba nervioso ante su primera misión y era la primera vez que veía a alguien desayunar huevos fritos, una costumbre que le provocó un poco de repulsión.
-Así que ahora los asesinos nos llaman asesinos. Dijo Ramón, un albañil moreno joven y fuerte, mientras cortaba un trozo de queso curado y se lo llevaba a la boca y miraba distraídamente a la corriente.
-Me gustaría saber por cuánto dinero se han vendido Petain y la milice, dijo Jean, el panadero de Rennes les Bains.
-Porqué ¿es que piensas cambiarte de bando?. Dijo Eric el maestro haciendo reír a todos.
-El tiempo los pondrá en su lugar. Dijo Gérard, mientras observaba la mirada del joven, que se recreaba en las transparentes aguas del río. -¿Estas bien, Ulises?. Deberías comer algo.
-No suelo desayunar. Además con tanto cambio, no tengo demasiada hambre.
-Ya te acostumbrarás, no te preocupes. A todo se hace uno. Come un poco de queso, así tendrás fuerzas. -Dijo Jean-.
Descendieron siempre cerca del río Aude, acompañados por el rumor acuático, rodeados de álamos blancos y vegetación de ribera, dejando atrás los Pirineos y divisando ya en la lejanía, las colinas de la “montaigne noire”, ultimas estribaciones del macizo central, hasta los alrededores de Cepie, donde hicieron noche en las cercanías de una antigua abadía. Por el camino se acercaron hasta pequeñas poblaciones en donde repartieron pasquines y comunicaron las ultimas novedades a grupos de hombres seguidores de su causa, recibieron comida y bebida y escucharon noticias sobre la llegada de las primeras tropas alemanas a la comarca. Cerca de Limoux vieron por la carretera junto al río a un pequeño grupo de soldados, y se escondieron. Ulises tenía una pregunta en la mente, que le provocaba mucha curiosidad, aunque nunca veía el momento de hacerla en voz alta, pues la mayor parte del tiempo caminaban en silencio para no hacer ningún ruido.
Llegaron a las ruinas de la abadía poco antes de anochecer, con el tiempo justo para buscar un sitio resguardado, colocar las mantas en el suelo, ponerse ropas de abrigo, explorar los alrededores, encender un fuego y cocinar algo. Era una iglesia con su claustro románico, encima de una peña desde donde se dominaba el cercano pueblo, y el río descendiendo hasta la medieval Carcassonne que ya se adivinaba en la lejanía.
Ulises se sentía satisfecho pero muy cansado por la larga caminata y bajó al río a remojar los pies, mientras los otros hombres lo preparaban todo para pasar la noche justo en lo que serían los restos de un claustro, rodeado de arcos románicos y piedras semiderruidas. A su vuelta ya estaba todo preparado, habían colocado las tiendas de campaña, encendido fuego, cazado unos conejos que se doraban sobre la hoguera y canturreaban y charlaban animadamente, mientras planificaban la jornada de mañana. Como aves de mal agüero, aviones de la Luftflotte sobrevolaban la zona de vez en cuando. Mientras comían, Gerard daba instrucciones a los demás.
-Carcassonne está llena de agentes de agentes de la Gestapo y también he oído que hay grupos de la Kripo, Kriminal Polizei. No podemos arriesgar demasiado. Tenemos que recoger material en una granja de las afueras.
Terminada la cena, los hombres se pusieron a cantar alrededor de la candela y Gerard, invitó a Ulises a dar un paseo. Ulises se sentía emocionado y a veces, también un poco confuso.
-Dime, ¿porqué me elegiste?.
Gerard había estado meditando en silencio todo el día las respuestas a preguntas como ésta que sabía que llegarían tarde o temprano y respondió sin dudar.
-Eres inteligente, comedido, tu y los tuyos habéis pasado mucho, eres joven, fuerte y decidido. Tenias todas las papeletas en el sorteo. Bromeó. Su mirada era abierta y franca y no parecía mentir, apreciaba verdaderamente a aquel joven.
-Cuando me recogiste en el camino, ¿ya estabas pensando en esto?.
El patrón sonrió y negó con la cabeza, mientras lanzaba bocanadas del humo que previamente había aspirado lentamente de su pipa.
-No, no te estoy utilizando, si te refieres a eso. Hace tiempo que necesitaríamos manos jóvenes de cabeza despejada y en su sitio y créeme que en estos tiempos, no abundan mucho. Cuando te vi,.... pensé que te irías pronto por tu camino, pero mi casa te gustó y te quedaste. Aun así sé que tarde o temprano seguirás tu camino.
-Como todos, -dijo Ulises-, mientras jugueteaba con una navaja y un trozo de rama, mirando a la luna.
-Como todos. Confirmó Gerard, que sentado a su lado, lo miraba a él.
Algunas rachas de viento le hacían sobrecogerse de vez en cuando. Un silencio cómplice unía a los dos hombres.
-¿Y la iglesia?.
-Eres curioso y sagaz, sabía que tarde o temprano descubrirías nuestro escondite.
-Pero cualquiera del pueblo puede entrar también. Y os descubriría.
-No lo creo, los del pueblo tienen mucho miedo por las habladurías que hemos esparcido a su alrededor con la inestimable ayuda de algunos murmuradores, que hablan y hablan en las tabernas.
-Entonces Pierre....
-Le dije que te llevase aquella noche hasta las cercanías de la iglesia y que te dejara cerca de los túneles. Todos conducen al único pasadizo que ya conoces.
-¿Entonces porque me golpearon?.
-Por error, te vio quien no debía. Ramón tiene orden de actuar así cuando está vigilando. Y ya sabes cómo se las gasta. Además había acumulado mucha tensión, esperábamos un mensaje cifrado de la BBC.
-¿Con el poema de Verlaine?.
-Si, es una clave para el inicio de las hostilidades. Cuando se cambie una cierta palabra del poema será la señal de luz verde.
-¿Y el cura?.
-El cura está con nosotros, fue él quien lo inició todo. Nos reunió, nos habló, nos contó lo que ocurriría y vimos con claridad que tenía razón. Él piensa que si los nazis son derrotados, Petain y los suyos acabarán en la cárcel, por más que ahora muchos parece que la apoyan. Además el cura nos prestó su apoyo material y sus edificios.
-¿Y que hay del misterio?.
-El misterio no es tal, es un cúmulo de casualidades, él recibió una herencia, poco tiempo después de que aparecieran aquellos pergaminos tan curiosos. Lo demás es casualidad, o fruto de los rumores. O simplemente un puzzle del que no tenemos todas sus fichas y nos gusta imaginar qué forma tendrán las fichas que faltan. Cuando la gente no sabe algo, lo inventa. La leyenda negra del cura tiene su motivación, por un lado sirve a nuestros intereses, por otro, está haciendo famoso al pueblo en todos lados y sirve para atraer turistas y dinero. En fin, todo misterio tiene su explicación y sino, su finalidad.
-Ya veo. Pero ¿y tu?. Corres muchos riesgos, tienes familia, dos hijas.
-Precisamente por mi familia, por mis hijas, por mi patria.
Ulises miró al suelo y adoptó una expresión severa, y en el rostro de Gerard se dibujó un signo de interrogación, aunque en vez de preguntar, esperó pacientemente. Cuando Ulises hubo meditado, retomó la conversación.
-¿Recuerdas aquella metáfora que hiciste sobre la puerta?. Dijiste que en estas circunstancias actuales las puertas están abiertas o cerradas. Yo soy aún un adolescente, aunque la vida, como a todos, me ha hecho madurar rápidamente. Esta puerta me gustaría dejarla entreabierta. Soy joven, tengo muchos proyectos.
Ulises y Gerard se abrazaron.
-Te entiendo perfectamente. Nadie puede decirte qué debes hacer con tu vida. Muchos se van a América. Allí no hay tantos problemas, al menos no los mismos. Pero los que nos quedamos en el viejo mundo tenemos que pelear aunque no nos guste. Mi mundo es éste y tengo que hacer algo por él. Tu debes buscar el tuyo.
-Iré a la mina con vosotros, tal y como te prometí y luego partiré hacia la costa y me embarcaré en Marsella.
-Apruebo tu decisión. ¿Y tu hermano?.
-Mi hermano quiere ir a París, buscar a mi padre.
Ulises le tendió la mano, como si aquel apretón sellase un trato que ambos firmaban y Gerard le apretó la mano fuertemente, sellando para siempre una gran amistad.
A la mañana siguiente Ulises descubrió la belleza deslumbrante de Carcassone, -hermosa como ninguna palabra puede definirla-. El rojo de murallas, iglesias fortificadas y torres de defensa, cubiertas por negros conos de pizarra conferían carácter propio a aquella ciudad.
Gerard le encargó que fuese al centro de la ciudad a comprobar su había muchas fuerzas alemanas. Se impresionó con los puentes y las antiguas puertas de entrada, y con el gran número de personas que en las calles iban y venían camino del mercado o las tiendas, en la bastide Saint Louis, el barrio antiguo. En una agencia comercial adquirió un pasaje de barco que partía desde el puerto de Burdeos hasta Buenos Aires. Podía tomar el barco cualquier día, en el plazo de seis meses. Pensó que era una medida previsora. De esta forma sentía que estaba más cerca de su sueño.
Paseó por las calles un buen rato, y se sentó en la plaza Carnot a mirar cómo el agua jugaba en la fuente de Neptuno, y las amas de casa buscaban los precios más baratos en los puestos del mercadillo, pero no encontró ni rastro de alemanes. Solo apetecibles amas de cría de rubios cabellos que paseaban a niños. Luego se paró a observar en la terraza de un café de la calle Clemenceau, preguntó al camarero si había visto a muchos forasteros últimamente y le respondió que había más de lo normal, pero que podían ser turistas, o comerciantes. Cuando le preguntó por su acento, el camarero respondió: españoles, como usted y alemanes. Un hombre moreno con gafas leía la prensa local. Salió por la puerta de Cordeliers y la calle de Armagnac a dar un paseo por la dársena del puerto, pues era un día soleado y con algo de calor. Pequeños barcos de pasajeros y mercancías iban y venían, de Toulouse a Narbona, mientras las rojas murallas se reflejaban en las aguas del canal. Se sentó al borde del agua a refrescarse y cuando fue a mirar las murallas se encontró de nuevo al hombre moreno que leía el periódico en el café. Ulises le sonrió y le saludó con la mano como solía hacer en Solsona. El hombre, sorprendido, le devolvió el saludo. Ulises pensó qué amable, se diría que no es francés, los franceses son mucho más secos.
Fue a mirar la frecuencia y horarios de los barcos con la costa y no dejó de sorprenderle aquel ambiente marinero, en plena llanura francesa. Se dirigió de nuevo hacia las murallas pues pensó que desde los torreones habría una vista espléndida. Y efectivamente tras flanquear una de las antiguas puertas de la muralla subió por una estrecha puerta y ascendió una escalera de caracol hacia lo más alto de las murallas. Allí pudo deleitarse con una maravillosa vista de la iglesia gótica de Saint Nazaire, la fortaleza, el doble perímetro amurallado y se extasió con el recto trazado del canal que se deshacía en la indefinición del horizonte.
El hombre del periódico estaba en la muralla, era evidente que lo había estado siguiendo, y no sólo eso, sino que no estaba solo, le acompañaba otro hombre de aspecto similar y ambos le señalaban con el dedo. Ulises, sin saber muy bien porqué, echó a andar con paso más o menos rápido, y cuando ya no pudo aguantarse, comenzó a correr y los dos hombres lo siguieron. Se vio a sí mismo en un campo de concentración y su billete de barco a América en manos de otro, así que no lo dudó y salió corriendo como alma que lleva el diablo.
Cuando llegó al final del tramo de muralla se topó con una estrecha escalera de caracol, por la que tropezó y bajó mucho más rápidamente que sus perseguidores, rodando, afortunadamente, sin consecuencias graves. Cuando Ulises corría hacia uno de los botes que estaban zarpando, sus perseguidores, mucho más viejos y menos ágiles que él, estaban aún saliendo de la escalera de caracol. A punto estuvo de perder el barco, pero él se coló por la fuerza, y luego pagó el billete ante el enojado empleado que se lo reclamaba. Finalmente, la barcaza zarpó y Ulises pudo ver de cerca la cara de sus perseguidores, que no pudieron dar alcance a la embarcación.
Los miró frente a frente desde la borda y notó el frío en sus miradas, mientras el bateau se alejaba. Sintió un escalofrío por la espalda. El corazón le latía rápidamente, cuando logró calmarse pudo preguntar adónde se dirigía aquel paquebote: A Narbona le respondieron.
Tendría que ganar la orilla a nado, se dijo a sí mismo, mientras se tumbaba al sol sobre la cubierta de madera de la barcaza cuyo motor traqueteaba rítmicamente, mientras dejó que las pulsaciones de su corazón se hiciesen más leves. Le bastó con observar, para dejarse llevar por aquel ambiente de ensueño en las riberas del canal. Unos ancianos dormitaban plácidamente al sol del mediodía, un grupo de niños jugueteaban con sus pelotas de trapo a la sombra de los plátanos. Solo se oía el tac-tac-tac del motor abriéndose paso por entre las amarillentas aguas. Ulises entrecerró los ojos con pereza y se quedó inmóvil saboreando el silencio del canal. Oyó saltar un pez cerca de la orilla, graznar una corneja.
Al poco rato todo le resultó tan armonioso que apetecía charlar con alguien que le revelase más cosas sobre aquel mágico lugar y comenzó a hablar con el capitán y esclusero, hijo de un republicano exiliado, que le descubrió la navegación en peniche, la belleza original y humilde, tan poco espectacular, -sencilla pero bella- de aquel lugar ideado por una mente
visionaria del pasado.
Ulises concluyó que la vida en el Canal del Midi debía tener su emoción, aunque como la velocidad y las distancias, es a la medida humana. Se alquilan bicicletas para corretear por los caminos de sirga o ir al pueblo más cercano y hasta debe tener su aventura –pensó- cenar a la luz de las velas en los ribazos del canal. Se llega al final del viaje, cuando se acaba el tiempo de que se dispone. Y cuando se llega al punto de partida se recupera la velocidad mundana dejando atrás ese mundo que durante ocho días parecía tan lejano como si se hubiera vivido en otro continente. Como América. La imagen que Ulises tenía de América era de un lugar rico y abierto, libre, de mujeres y tierras abiertas y generosas, donde uno podía ser alguien en la vida si era osado y valiente y desde luego sin guerras, ni marcas de nacimiento. La tierra de la libertad con enormes prados en los que corretear desnudo, como su madre lo trajo al mundo. Tuvo un leve recuerdo para su hermano, y su nueva hermanita recién nacida, a la que deseó mucha suerte a pesar de las tristes circunstancias que habían rodeado su concepción, y el resto del tiempo lo dedicó a imaginar conversaciones con su padre y su hermano sobre caza, la forma de cultivar las tierras para sacarle mas rendimiento, o explicándole sus aventuras en tierras francesas que estaba seguro que su padre aprobaría.
Cuando volvió a la granja de las afueras, estaba empapado, tenía un moratón en la cara y estaba asustado. Cuando le contó lo sucedido, Gerard le explicó que sus perseguidores podrían ser espías alemanes y que había hecho bien en escaparse, si no quería acabar en un campo de concentración nazi. Poco después Gerard volvió a la reunión que a juzgar por los rostros de todos, se antojaba de especial relevancia.
Allí estaba nada mas y nada menos que los que luego serían integrantes del G. T. E. 422 de Carcassonne, que era algo así como la cúpula regional de las fuerzas -armadas o no- de la resistencia. Así se enteró de que sus compatriotas copaban la mayor parte de los puestos de cúpula. Unos llegaban de Bergerac (Dordogne) y otros -todos lo que se quedaron en la Alta Saboya-, de Sainte-Livrade. Unos y otros hablaban en voz alta, parecían acalorados, y la reunión subía de tono. Los partidarios de esperar se enfrentaban a quienes pedían una actuación urgente y contundente. Ulises aprovechó para recuperarse del susto, comer algo y cambiarse de ropa. La llegada del célebre Barreau, llegado desde la costa atlántica a la seguridad del apartado Languedoc, pareció animar la reunión.
Barreau anunció que pronto se terminaría la ficción de las dos zonas, lo que hacía pensar a sus partidarios que ya había pasado la hora de la propaganda y de las acciones secundarias; que había llegado el momento de organizar un maquis. Para ello era necesario organizar una escuela de cuadros. Además, Barreau anunció que el alcalde de un pueblecillo había puesto a su disposición un “chateau” en Auriac que ya estaba usando para ofrecer documentos de identidad falsos a judíos y cabecillas del ejército republicano español. También anunció que había recibido de un campesino un caserío en los alrededores de Villefranche de Rouergue, y que estaba entrenando allí a 16 estudiantes. Estas buenas noticias elevaron la moral del grupo y finalmente se decidió que tan pronto como se pudiesen organizar, liberarían los presos de las minas de la montaña negra.
Cuando se trató de bautizar al grupo, alguien propuso y los demás aceptaron entusiasmados, que fuera llamado «Bir-Hakeim», en recuerdo del principal hecho de armas en que habían intervenido los “franceses libres en el desierto de Libia”. Así, Ulises fue testigo del nacimiento del maquis que habría de vivir una vida intensa y errante y supo que el destino le daría la oportunidad de actuar en defensa de sus ideas, antes de embarcarse rumbo a América. Se decidió que el recién nacido grupo se dividiese en dos con destino al castillo de Auriac, -los de más edad que pudiesen aportar algún conocimiento especializado, útil para la cadena de mando- y al caserío de Villefranche, -los más jóvenes a prepararse, tomar municiones y establecer una estrategia-. A partir de ese momento, al grupo solo le faltaba dos cosas para convertirse en unos verdaderos guerrilleros, ser reconocidos por la organización que comenzaba a aglutinar a los partisanos galos, la “Armée Secrete”, recibiendo fondos aliados, y por supuesto enfrentarse a los alemanes. Mientras tanto debían aprovechar los descuidos de los alemanes para acumular municiones con las que hacer frente al enemigo. Enseguida se organizó todo y Ulises decidió salir esa misma noche hacia el campo de entrenamiento.
Antes escribió una carta a su hermano explicándole todo pormenorizadamente. Gerard, -que visitaría de vez en cuando el castillo y el campo de entrenamiento- sería el encargado de llevar en mano el escrito hasta Rennes. Poco tiempo después, Gerard y sus amigos partieron hacia Rennes y Ulises le despidió con un signo de interrogación en la mirada.
-No te preocupes, nos volveremos a ver muy pronto. Le dijo Gerard. Hacía tiempo que no le veía tan feliz. –Estoy orgulloso de ti, Ulises. Dijo antes de alzar la mano despidiéndose.
El joven emigrante catalán se subió a un camión cubierto por lonas azules que había servido para transportar ganado, con un grupo de jóvenes a los que apenas conocía, mientras el sol se ponía tras las murallas de la bella Carcasonne. La incertidumbre y la belleza de aquella puesta de sol, le hicieron sentir un agudo dolor de estómago. Se sintió más vivo que nunca y emocionado de estar allí. Mientras miraba en silencio las blancas marcas del asfalto de la carretera, recordó las palabras que tantas veces había oído pronunciar a su padre. “¿De que sirve vivir si no es defendiendo aquello en lo que crees?”.
-Me recuerdas a alguien, muchacho. Le dijo Barreau a Ulises, mientras conducía la camioneta.
-No lo creo, soy español, catalán de Solsona, y vivo desde hace meses en la granja de Gerard, en Rennes le Chateau. No conozco apenas a nadie en Francia.
-Hay muchos españoles aquí, como ya sabes. Hace meses conocí a un tipo muy simpático, era de Solsona también, me dijo que había dejado a su mujer y sus hijos para alistarse con los milicianos.
-¿Ah sí?. A Ulises le dio un vuelco el corazón. ¿Y cómo se llamaba?.
-No lo sé, no me lo dijo. Solo me dijo que quería pertenecer a las milicias cuando se organizasen, vivía en Carcasonne con una francesa. Y no he sabido más nada de él. Los alemanes han capturado a muchos españoles y los han llevado a los campos de trabajos de las minas.
-Mi padre está también luchando contra los nazis. Pero no sé dónde está ni cómo encontrarle. No tengo ni idea de su paradero. Supongo que estará en París, pero no lo sé con certeza.
-Tarde o temprano lo encontrarás. Ya lo verás. El mundo es un pañuelo y más para un catalán que siempre consigue lo que se propone. Y le guiñó el ojo.
Aquella conversación abrió muchas esperanzas para Ulises, en medio de la oscura carretera hacia un lugar que no conocía. La esperanza de encontrar a su padre. Recordó que tenía una foto de su padre, en el hatillo que trajo consigo de casa de su madre y que había dejado atrás en casa de Gerard. Y entonces resolvió que la pediría y que cuando la tuviese entre sus manos, mostraría a todos aquella foto y preguntaría si le conocían. Imaginó, como sería reencontrarse con su padre y poder abrazarlo, y sentirse otra vez protegido por alguien en este mundo, no como una sombra errante que huye de la furia del tiempo, siempre viajando de ninguna parte hacia la nada. Recordó de nuevo aquellos domingos de campo, o cuando su padre le enseñó a pescar, pero él no pescaba nada, y estuvo así horas, hasta que de repente cogió cinco enormes carpas, que cocinaron para el almuerzo mientras todos en la familia lo felicitaban.
La luna comenzó a salir mientras Barreau conducía por carreteras secundarias paralelas al canal entre Carcasonne y Toulouse, mientras Ulises recordó el incidente con los alemanes junto al puerto, y lo comentó a sus compañeros de viaje, que en adelante le miraron con admiración, pues era el único que los había visto cara a cara.
-No os preocupéis, ya os hartaréis de ver sus uniformes grises y sus andares de oca.
Gritaba desde el volante el bueno de Barreau mientras comenzó a relatar sus andanzas desde Hendaya hasta Coillure, escondiéndose por las montañas, o huyendo en botes por el canal hasta el mediterráneo. Las primeras personas a las que reclutó para los maquis fueron su mujer, sus hermanos, su cuñados y así poco a poco se fue convirtiendo en el más respetado y querido partisano. Durante los dos últimos años se había convertido en uno de los “delincuentes” más buscados por los alemanes y había establecido una tupida red de contactos por toda la región, y era conocido en todos los puertos a ambos lados del canal, algunos, jocosamente lo llamaban pirata de agua dulce.
Antes de llegar al puerto de Castelnaudary, Ulises se había hecho amigo de un muchacho moreno y delgado de Carcasona, le sorprendió su juventud, pues bien podría ser su propio hermano, no pasaba de 16 años, pero tenía una decisión en la mirada que llamaba la atención. Si yo fuese su hermano mayor, no le permitiría que viniese, pensaba Ulises.
-¿No tienes miedo?, le preguntó Ulises en medio de la conversación.
-Sí tengo miedo, pero es más fuerte la rabia.
-¿Mataron a alguien de tu familia?.
-Si. Respondió el muchacho mirando al suelo.
-Lo suponía. No se porqué pero algo me dice que vamos a llevarnos muy bien. Le dijo Ulises.
-Mi nombre es Michel, le dijo el joven ofreciéndole la mano.
-Michelín, así te llamaré. Y ambos sonrieron.
Iban al pueblo a recoger más voluntarios para el campo de entrenamiento. Era una pequeña ciudad coronada por la aguja de la iglesia a orillas de un gran lago artificial, lleno de embarcaciones de recreo. Barreau aparcó en la rue del Aubrevoy, un callejón a las puertas de un bar y al poco tiempo salió con otro hombre corpulento y un grupo de hombres jóvenes que se montaron en el camión con cara de asustados.
-Alegrad esa cara que no vais a un funeral. Vais a pasar la historia. Gritaba Barreau mientras les ayudaba a subir al camión. Iniciaron de nuevo la marcha, próxima parada Toulouse, la ville rose.
-¿Qué vamos a hacer en Toulouse?. Preguntó Ulises.
-Vamos de excursión al museo de historia natural. ¿No lo conocéis?. Pues lo vais a conocer bien, ya lo creo que lo conoceréis. Y luego se echó a reír. Barreau siempre reía.
Todos los ocupantes de la camioneta se miraban con rostro interrogante y alguno se reía pensando que se trataba de una broma, mientras ya se divisaba en la lejanía las primeras luces de la gran ciudad del sur de Francia.
-¿Y tu familia?, pregunto Michel.
-¿Mi familia?. Tengo un hermano en Rennes, madre y hermanos en Cataluña y un padre que no sé dónde ésta. Sólo sé que está vivo, y eso porque lo intuyo. Algo me lo dice.
Era muy entrada la noche y el Boulevard des Recolets ofrecía una atípica imagen desierta, y las aguas ocres del Garonne reflejaban las luces nocturnas de los monumentos de la ciudad mientras cruzaban el pont San Michel.
-El Midi está lleno de catalanes ahora, es probable que lo encuentres. Un día que vengamos a Toulouse con más tiempo, puedes venir a la oficina de la Cruz Roja, si le dejas tu foto, ellos se encargan de distribuirla y os ponen en contacto.
-¡Buena idea Michelin¡.
El jefe de la expedición estaba muy callado, parecía disgustado al tener que cruzar la ciudad más vigilada de Francia con aquel cargamento humano, sin embargo cuando divisaron una gran redonda y la masa boscosa del jardín real supieron que en su interior estarían a salvo. El museo de historia natural tenía una entrada en forma de columnata a la griega, protegida por rejas de hierro. A Barreau le bastó con saludar al vigilante de la entrada para ser reconocido, en adelante condujo con las luces apagadas, por el interior del parque hasta el gran edificio principal. El camión pudo entrar sin problemas hasta el interior de uno de los patios de servicio del palacete decimonónico.
Cuando por fin se detuvo la camioneta, el jefe pidió que se bajasen todos, que no hicieran muchas preguntas y que ayudasen en lo que se les dijera.
-Mientras más rápido se haga todo, más pronto llegaréis a vuestro destino.
Pronto un grupo de personas que iban vestidos como trabajadores de la limpieza condujeron a los jóvenes por largos y oscuros pasillos, en total silencio con el eco de los tacones sobre el suelo de mármol. Ulises estaba por vez primera asustado, pues no sabía adonde le dirigían sus pasos. Pronto estuvieron en una gran sala donde se exhibían los restos más importantes de los esqueletos de enormes animales desaparecidos. Los empleados del museo rodearon un grupo de sarcófagos de piedra y los abrieron. Pronto empezaron a sacar grandes bultos que contenían material muy pesado, envuelto en grandes mantas. Eran armas.
-Rápido, al camión.
Todos ayudaron a vaciar aquellos sarcófagos de su inesperado contenido cuando terminaron de colocar ordenadamente las armas en un doble fondo del suelo de la camioneta, las taparon con mantas y luego lo cerraron con unas maderas. Lentamente, la camioneta salió del museo y luego de la ciudad sin mayores contratiempos. Barreau les recomendó que durmieran, pues el resto del trayecto por Albi, y las sierras de la región de Tarn, no tenía mucho más que ver en medio de la noche. Alrededor de las dos de la madrugada llegaron al caserío de Estibi, a pocos kilómetros de Villefranche, donde se acomodaron en sus camastros para continuar con el merecido descanso.
La mañana siguiente amaneció con un sol radiante, se levantaron tarde, y Ulises se sentía alegre y optimista, comprobando con agrado la hermosura de aquella campiña. La casa era grande y equipada con todo cuanto podían necesitar 50 jóvenes para su formación como futuros guerrilleros. El ambiente no se asemejaba demasiado al de la rutina militar, como temía la noche anterior y eso le gustó aún más. Los encargados se portaban de un modo razonable y los jóvenes que llevaban allí más tiempo les ayudaban en todo lo que podían. Todo el mundo era agradable. Los españoles enseguida sobresalieron y no pudieron dejar de reconocerse y firmar una especie de pacto entre caballeros para ayudarse en los difíciles tiempos que estaban por venir. Además, los cuatro eran catalanes. Pronto les apodaron como los cuatro jinetes, porque iban a todos lados juntos. Sin embargo, la faena de cada día era dura y ahí no había amigos que valiesen. No sólo había que hacer mucho ejercicio físico, correr kilómetros sino que además a veces había que madrugar para hacer las faenas de la casa, las comidas, lavar y planchar, fregar el suelo, las cuadras, recoger los huevos de las gallinas, cuidar la huerta, regar, podar, cavar, dar de comer a los perros y asistir a clases teóricas, y de este modo llegaban a la cama por las noches tan rendidos que solo podían pensar en dormir, y así fueron pasando uno tras otro los días y las semanas. Ulises procuraba mantener correspondencia con su hermano quien le envió la foto de su padre que le sirvió para irla enseñando a sus compañeros sin éxito, también le mandó noticias de que Gerard se incorporaría pronto al caserío de Estibi.
Algunos domingos daban permiso a los muchachos para que hiciesen lo que les diera la gana, excepto ir a los prostíbulos, esa era la orden más severa. Los de Rodez, Cahors y Millau estaban llenos de alemanes según les habían dicho y había alguno en los pequeños pueblos de alrededor, pero no se sabía que clase de gente te podías encontrar con ellos, y acudir a ellos era poner en peligro a los demás. Sin embargo eran jóvenes y guapos así que no debían tener problemas en encandilar a más de una inexperta jovencita en medio de aquellas aisladas montañas.
Los cuatro jinetes y Michel, -al que habían apodado Michelín- pidieron prestado la camioneta a Barreau, que milagrosamente no tenía que salir de viaje, había decidido quedarse a descansar con su familia en el caserío y este les pidió que por el bien de todos no se metieran en follones y si alguien les preguntaba algo, trabajaban en una granja.
Tomaron una carretera secundaria por entre las montañas en dirección al sur, había bruma y eso que no era demasiado temprano, vieron grandes elevaciones cubiertas de bosque, casas rurales hechas de piedra con tejados de madera rodeados de pequeñas huertas y grandes cerrados con ganado. De vez en cuando tuvieron que interrumpir la marcha por manadas de vacas que cruzaban la carretera, poco tiempo después y tras una colina vieron aparecer entre la niebla el castillo de Najac, y el pueblo que parecía guardar equilibrio sobre una quebrada de la montaña, extendiendo su pardo caserío antiguo por donde podía, parecía estar hecho de roca. Una dulce luz dorada lo bañaba todo y se adentraron en el pueblo buscando tiendas. Compraron vino y queso del país, y fueron a bebérselo a un parque, en el extremo opuesto al castillo, que parecía reinar con la robusta redondez de sus torres, sobre las formas rectangulares que dibujaban las calles. Sin embargo los cuatro jinetes estaban más pendientes de las redondeces de los monumentos humanos de dos piernas, que se paseaban por el parque. Allí conocieron a una pandilla de cinco chicas rubias y luego se fueron a comer a los alrededores de Peyrusse, a los pies de una impresionante peña con una caída casi en vertical de mas de doscientos metros. Con mucho esfuerzo pudieron subir al castillo que había en la cúspide, más que nada para impresionar a las chicas y allí encaramados, vieron la puesta de sol.
Después de dos meses, el grupo Bir-Harkeim había adquirido soltura y experiencia, los muchachos estaban muy motivados, eran trabajadores, inteligentes y capaces, había realizado tantas incursiones contra los alemanes, robándoles armas y municiones que Barreau temía que los alemanes descubriesen su escondite y apareciesen de un momento a otro.

El 10 de septiembre, a las seis y media de la mañana, cuando una espesa niebla cubría aún la meseta, se oyeron disparos a corta distancia. Una columna de la Wehrmacht, compuesta de 400 hombres, había cercado el campamento sin que los centinelas se apercibieran de la operación. Barreau dio la alarma y todo el mundo salió de las camas medio desnudo y pegando tiros hacia no se sabía muy bien dónde. Ulises no podía creer que ya empezaba la acción, nunca pensó que fuesen a atacarles en su propia casa. Pasados los eternos minutos iniciales de caos, el jefe lo organizó todo de modo que se establecieron varias líneas de ataque con barricadas hechas de alpacas de paja, maderas, troncos y otros parapetos. Pasada una hora vieron que el número de los atacantes era muy superior a los defensores y Barreau decidió prepararlo todo para huir. Inmediatamente, los muchachos de Barreau toman posición y obligan al enemigo a detenerse y, luego, a retroceder. Los asaltantes disparaban con sus armas automáticas, morteros y cañones ligeros. Estaban rabiosos, pues en el primer asalto habían perdido a varios soldados y un capitán. Cuando pensaba en algún método se dio cuenta que de uno de los flancos no llegaban disparos. Luego supieron que ese grupo se había perdido en la niebla y llegó con varias horas de retraso.
Cuando el grueso del ejército alemán ocupó la meseta ya no había nadie. No pudieron imaginar que su estreno luchando contra las tropas nazis fuese tan poco épica. Ulises y los muchachos 100 muchachos de Barreau se vieron obligados a descender una colina en calzoncillos, cargando las armas y un montón de pertenencias personales hasta llegar a una pequeña aldea medio deshabitada -Saint Pierre le Cat- obligando a sus ancianos habitantes casi por la fuerza a regalarles unas ropas casi del siglo pasado y a cederles la comida. Para conseguir el consentimiento, fue necesario amenazar con quemar las viviendas. Poco después llegaron los dos camiones cargados de munición que tuvieron que cruzar a campo traviesa, o por pequeños caminos de cabras varios kilómetros jugándose la vida. Nadie resultó herido. Huyeron a refugiarse en Auriac, 80 kilómetros hacia el sur, donde todo el grupo se reunió por primera vez.
Para la mayoría de los aprendices de partisanos, el ataque sorpresa de los alemanes fue un duro aprendizaje, y para otros un golpe que hizo bajar su moral, pues no funcionaron los sistemas de información para prevenir un previsible ataque. Sin embargo, poco a poco después de pequeños actos puntuales de sabotaje, formar parte de los maquis se fue poniendo “de moda”, empezó a estar bien visto y los jóvenes del Bir Harkeim fueron tratados como héroes. En todos lados eran respetados, y las muchachas caían rendidos a sus pies. Miles de franceses entraron al maquis huyendo del servicio de trabajo obligatorio alemán, y los campesinos apoyaban la causa huyendo de los abusos de los alemanes que confiscaban sus productos. El movimiento de resistencia animaba la no conformidad y proveía refugio, suministros y armas a los evadidos que llevaban las colinas y el campo. Los aldeanos comenzaron a disputarse en quién les alimentaba más y mejor. Los españoles eran considerados los más fieros. Ser español y maquissard en el sur de Francia era como ser Héctor en la antigua Troya. Se decía que la resistencia era el estado natural de los exiliados españoles. Sabían hacer bombas; sabían montar emboscadas; tenían un conocimiento profundo de la técnica de la guerra de guerrillas. Allí donde llegaban españoles, curiosamente se registraban sabotajes de trenes, voladuras de puentes, ataques con grandas en desfiles militares. En las últimas semanas hubo 132 trenes descarrilados y se tardaba tres días en viajar de Paris a Toulouse.
Los alemanes habían llenado la comarca de pasquines con la foto de Barreau, al
que reconocieron en las colinas de Villefranche. Él fue el primero en reconocer que
su presencia en el castillo, ponía en peligro los planes, fue Gerard, quien no tardó
en convencer a Berreau y éste decidió que pocos días después saldría hacia
Clermont para organizar allí un nuevo grupo. Sin él, los defensores del castillo se
sintieron un poco huérfanos, pues había sido el padrino de la mayoría de los que
estaban allí. Fue una despedida triste debajo de la lluvia, sin demasiadas palabras.
Quedó encargado del castillo y de sus moradores Gerard, quien nombró a Ulises
su segundo.

Pocos días después Barreau salía de una reunión en Toulouse con Uziel y Coucy,
cuando fueron detenidos —un delator que les conocía comunicó su presencia al
inspector de policía Puchot , pero Barreau logró escaparse. Coucy fue internado
unos días en la Intendencia de la Policía de Montpellier, y Barreau, al frente de un
grupo de «maquisards» intentó, en vano, liberarle. Más tarde, trasladado a la
prisión central de Eysses fue a parar al campo de exterminio de Dachau, luego a
Mathausen. Barreau se reincorporó al maquis de Clermont.
Mientras tanto, el grupo Bir Harkeim, intentó con éxito el asalto al campo de
trabajos forzados de la Montaña Negra según sus planes iniciales, sin demasiados
problemas, pues el número de presos había descendido en las últimas semanas
hasta apenas dos decenas y la vigilancia era muy pequeña. Una vez liberados, los
presos se sumaron voluntariamente al grupo.
Entretanto Barreau creó otro grupo en Serret, donde almacenaron importantes
reservas en víveres, armamento, municiones, materiales diversos y gasolina. Los
más jóvenes, vieron varios vehículos alemanes y en lugar de esconderse y vigilar
los movimientos de los soldados, abrieron el fuego matando, en el coche que iba a
la cabeza de la expedición, a un comandante y tres oficiales. Al día siguiente, llegó
un contingente de SS de la Novena Panzerdivisionen Hohenstaufen dispuesta a
acabar con aquello.
Cuatrocientos soldados, gendarmes y milicianos franceses con autos, camiones y
cañones ligeros. Los «maquisards», que mantuvieron a raya a los asaltantes, pero
antes de caer en la emboscada decidieron retirarse. Fueron a recoger los envíos de
armas que llegaban por avión en el lugar conocido por el nombre de La Parade, un
prado en las alturas. Allí fueron atacados por sorpresa por los alemanes.
Pasada la primera sorpresa, resistieron heroicamente pero luego se replegaron hasta
una casa, donde se refugiaron los supervivientes de la encerrona. Desde ella,
hicieron muchas bajas entre los asaltantes. Después de varias horas de lucha, los
alemanes dieron el asalto y lograron capturar todo el grupo con Barreau a la cabeza.
Fue trasladado a la prisión central de Eisses, destinada a presos “políticos” de todo
el país, en un viejo y siniestro caserón insalubre situado en el pueblecillo de
Villeneuve sur Lot, en el Departamento de Lot y Garona. En cuanto a las evasiones,
todo el mundo pensaba que en Eysses, resultarían imposibles.
Ulises hacía la guardia en el dominio de Auriac, mientras de vez en cuando
echaba el ojo al camino que unía a la mansión dieciochesca con la cercana
Carcasonne, cuando descubrió que se acercaba un jeep, así que avisó a
Gerard. Dadas las circunstancias, la alerta era máxima y había órdenes de
disparar contra cualquier vehículo que se acercase, si éste no era identificado antes
De llegar a la altura del cercano Aude.
-Noticias urgentes de Barreau. Gritaba el joven moreno que conducía el jeep,
mientras agitaba un sobre blanco con una mano.
Gerard y Ulises se alegraron sinceramente de aquellas novedades e hicieron
pasar inmediatamente al emisario a uno de los palaciegos salones, le ofrecieron un
bueno vino tras entregar la carta y ellos se dispusieron a leerla con mucho interés,
mientras el despistado joven miraba con cara de sorpresa los detalles de la lujosa
decoración interior del gran salón.
Las noticias no podían ser mejores. Barreau no solo estaba bien, sino que además
había podido establecer contacto con muchos españoles en el interior de la prisión,
y con gente de muy diversas nacionalidades habían creado su pequeño grupo de
maquis y se estaban organizando. Habían conseguido que el director de la prisión
les reconociese muchos derechos: circular libremente en los patios, a cualquier hora
del día, derecho a enviar varias cartas por semana y de recibir la correspondencia,
paquetes y periódicos, derecho a la la visita y a oír la radio, gracias a los cuales
los presos estaban al corriente de lo que sucedía en el exterior. De este modo,
y no sin problemas habían creado un gran grupo que ya se había hecho fuerte en la
prisión y estaba preparando varias acciones inmediatas aunque ya planeaba una
gran fuga, pues habían sabido que sus fuerzas hacían falta fuera. Ahora el líder y
creador del grupo Bir Harkeim necesitaba ayuda de su grupo para organizar la
gran evasión.
-Este Barreau es incorregible. Dijo Franciso mientras leía.
-Es uno de los mejores hombres que he conocido. Repuso Gerard.
Todo empezó con un acto de solidaridad en favor de presos administrativos,
metidos en celdas detenidos por «sospechosos», que no habían pasado ante ningún
tribunal, pero que estaban en peligro de ser deportados a Alemania. Un día, fueron
sacados de la prisión por sorpresa, pero sabotearon el tren y los devolvieron a
la cárcel de Eysses.

Los resistentes hicieron una huelga de hambre, cesando en su actitud una vez
obtenida la promesa de anulación de la expedición. Por la noche, los gendarmes
vinieron a buscarles lanzando granadas lacrimógenas en los dormitorios. Más de
mil presos formaron frente a la puerta del Este defendida por los fusiles de los
gendarmes «La Marsellesa» en coro, bajo la luz de los proyectores.
El director de la prisión dudó, no dio orden de disparar y prometió que nadie sería
deportado.  Los «administrativos» fueron destinados al pequeño campo de
internamiento cercano y luego trasladados a la fortaleza de Sisteron, en los Bajos
Alpes, donde se sublevaron, desarmaron a los guardianes y se incorporaron al
«maquis» de la región alpina.
Ulises no daba crédito a todo lo que leía. Cada vez admiraba más a aquel
hombre, desde que aquel primer día hizo renacer de nuevo en su interior la
esperanza de encontrar de nuevo a su padre. Para colmo, al final de la carta añadía
una nota final para Ulises.
-PD: He sabido que tu padre está dentro de la prisión aunque aún no he podido
hablar con él, aunque pronto lo haré. Ulises rompió a llorar como si fuera un
crío. Gerard lo abrazó.
-Enhorabuena, has localizado a tu padre. No tenemos más remedio que organizar
una fuga de la prisión. Inmediatamente, se organizó una asamblea para debatir qué
hacer y todos se pusieron a dar sus ideas y opiniones para organizar una fuga, y
mientras se redactó una carta en donde se detallaba el sistema de contacto, y las
ideas que se estaban barajando. Una vez acabada se entregó al emisario, que por
entonces se había terminado la botella de vino tinto y presentaba un aspecto de lo
más feliz.
Al día siguiente la carta entró en la prisión escondida en una caja de galletas, junto
a metralletas «Stern», algunas granadas; para esconderlas, los empleados en el
taller de carpintería construyeron dobles fondos.
Gerard y los demás concluyeron que lo único que podían hacer era formar un grupo
para proteger la columna de evadidos y recogerlos ya en el exterior.
A los pocos días, un preso de Eyssés se escondió en una camioneta que recogía las
virutas del taller y logró salir a la calle, dirigiéndose al caserío de Auriac, y de esta
forma planeó con Gerard que sería el grupo Bir Harkeim, que había crecido en
veinte miembros tras liberar los campos de trabajo de la montaña negra, además de
otros cien voluntarios de Lyon, Marsella y Toulouse, los que protegerían a los
evadidos. Pocos días después se fugó otro grupo, sobornando a los vigilantes.
Aquella cárcel estaba perdiendo su fama de inexpugnable.
Pocos días después se anunció la visita de un inspector de prisiones, y todos consideraron que era la oportunidad que esperaban. Cuando la comitiva entró en la sala del patio número uno, varios detenidos amordazaron al director, al flamante inspector y a los acompañantes. Los resistentes quitaron sus uniformes a los vigilantes y se los pusieron para sembrar la confusión. Fueron a buscar a los guardias, uno por uno, con el pretexto de que el director les llamaba. De esta forma, los resistentes se hicieron con el control de la prisión.
Un grupo de «comunes» que regresaban de los trabajos en el huerto, al ver a unos guardianes cachear a otros guardias dieron la voz de alarma; y comenzó el tiroteo.
Los combates, que habían empezado a las cinco de la tarde, terminaron a media noche.
Las fuerzas de seguridad estaban recuperando poco a poco la situación. En ese momento en que parecía que todo estaba ya perdido, sin esperanza de verse libres, un cohete verde salió disparado de uno de los miradores. Los españoles se proponían atacar al mirador noroeste.
¿Ninguno pensó que ese ataque era una locura?, pensaron muchos, entonces.
Le respondió otro desde fuera: el grupo Bir Harkeim había llegado y estaba listo para entrar en acción. Eso hizo que la moral de todos se elevase. Todos sabían que de esa forma el éxito estaba de su lado.
Los españoles comenzaron su ataque con bombas de mano lanzadas, algunas, desde las ventanas de la enfermería. Otros, armados de picos y arietes, intentan abrir una brecha en el muro exterior.
Gerard, Ulises y los suyos comenzaron a disparar a los vigilantes de las torres, sin darles tregua, para distraerlos de los que desde el interior intentaban abrir brechas en los muros. El ruido ensordecedor e las ametralladoras D-37 era acompañado por el sonido de los cristales de los ventanales al caer, de los ladridos de los perros, de los gritos de los guardias en alemán y francés y de las órdenes de mando en español. Barreau se muestra sorprendido de los incesantes ataques españoles.
-¡Estos españoles están locos, los van a matar a todos!. Grita a su ayudante. Dales orden e que se replieguen. A replegarse. Ordena de nuevo en voz alta.
-¿Replegarse?. Ni pensarlo. Grita una voz en español.
El grupo español parece no oir la orden. Roselló, que manda la columna española se muestra inflexible hasta que en una nueva carga, resulta herido leve, lo que hace dudar a los demás. No quiere separarse de sus camaradas y cuando logran retirarlo de la primera línea e fuego está muy debilitado por la pérdida de sangre. Barreau consigue a base de imponerse gritando que el resto de los españoles abandonen su loca tentativa desesperada.
-Hemos hecho lo que hemos podido, solo nos hubiera hecho falta un poco más de dinamita. Dijo Roselló.
-Ahora es más inteligente intentar abrir una brecha en los muros, disparad contra los vigilantes. Opinó Barreau.
Gerard y los suyos habían logrado acabar con los vigilantes en varias ocasiones, pero inmediatamente aparecía otro grupo de alemanes para defender cada una de las torres de vigilancia de la prisión. Gerard dio orden de que se comenzase a picar la pared para abrir una brecha desde el exterior, pero cuando vieron que era imposible, por su dureza comenzaron cavar en el suelo, y a la media hora lograron por fin su objetivo abriendo un boquete, mientras que otros protegían disparando a los que cavaban. Poco después lograron salir la mayor parte de presos políticos y algunos comunes, pero entonces se recrudeció el ataque alemán, intentando evitar a ultima hora la fuga que ya era irreversible.
Una salva de disparos de alegría acompañó el reencuentro entre Barreau y Gerard, acompañado de aplausos, abrazos y lágrimas, mientras en una zona apartada se producía el reencuentro entre Ulises y su padre. Ulises se asustó al ver la herida que su padre tenía en el hombro tras haber defendido el grupo español en el interior de la prisión.
Al día siguiente había motivos sobrados de alegría en la pequeña mansión de Auriac, pero sin duda alguna el más contento de todos era Ulises, por su recién recuperado padre, pus era como si de repente hubiese recuperado aunque solo fuera un poco, a su familia desperdigada. Le gustaba reunir a todos así que mandó avisar a su hermano menor, Antonio, que se había quedado en la granja de Gerard en Rennes, quien no tardó en acudir. Ese día corrió el vino y la comida en abundancia y para Ulises fue uno de los más felices de su vida. Los días se sucedieron rápidos y fugaces en medio de excursiones, fiestas en las que se celebraba el éxito del ataque a la prisión y visitas a amigos y conocidos. Ulises demoró todo cuanto pudo su viaje, pero finalmente llegó el día de la partida ante la oposición de su padre y su hermano, que no entendían demasiado su ímpetu viajero ahora que la familia se había reunificado. Sin embargo Ulises les explicó que sabía que tenía que hacer ese viaje, pues tenía la certeza de que su destino le estaba esperando al otro lado del océano. Prometió hacer fortuna pronto y ponerse en contacto con sus familiares tan pronto como le fuese posible. Finalmente su padre entendió que si su hijo había participado valientemente en todas las acciones de la resistencia que había podido, tenía derecho a rehacer su vida lejos de la guerra. Finalmente le dio su bendición y le consiguió un salvoconducto de la Cruz Roja, que le otorgaba la condición de refugiado y la protección oficial de los estados del nuevo mundo. Ulises llegó a Francia siendo un niño y salió del puerto de Marsella en un buque de pasaje italiano convertido en un hombre un lluvioso día de finales de octubre con destino al puerto de Buenos Aires, Argentina para continuar viaje en tren hacia La Paz, Bolivia. Allí tenía amigos catalanes que le habían prometido ayudarle y le auguraban un próspero futuro a todo aquel que llegase al país con ganas de trabajar.
El capitán Roselló y su hijo Antonio continuaron en la resistencia hasta la liberación final de Paris, en cuya batalla participaron, como muchos otros españoles que formaron parte de la columna del capitán Raymond Dronne. Una vez terminada la guerra, volvieron a España.

II-La blanca luz
Ulises había aprendido de Europa que no hay alegría sin lágrimas, ni bienestar sin penalidades y esfuerzo, que todos nosotros estamos solos en este mundo y que lo que no hagamos nosotros, nadie va a venir a hacérnoslo. También aprendió que la unidad de la familia, algo tan aparentemente evidente es algo que cuesta mucho conseguir, y que cada uno debe hacerse respetar y querer por sus hechos. Lo que le iba a enseñar América aún estaba por descubrirse. Después de más de un mes de travesía desde Marsella, en que vio las costas de su amada España, y cruzó la barrera natural de las columnas de Hércules que separan el amistoso mare nostrum del imprevisible océano, sintió que su vida naufragaba a merced de las enormes olas, y no tuvo más remedio que reconocer que no era buena época el invierno para cruzar un océano. Cádiz, Recife, Río, Montevideo, Buenos Aires.
Después de cruzar medio mundo, la llegada de Ulises a La Paz le emocionó profundamente, se sorprendió con aquella luz tan distinta, la enorme ciudad bajo la cumbre nevada del Illimani, las casas pobres casi colgadas de las laderas de los cerros cercanos. Daba la impresión de estar a medio construir, pues las obras se esparcían por todos lados. Era un país más pobre que Francia, desde luego, aunque no más que su España natal, sin embargo la sencillez de la gente y su calidad humana le hizo albergar la esperanza de que allí le esperaban por vivir los mejores años de su vida. Lo primero que hizo fue dirigirse a la casa de unos amigos catalanes, que le habían prometido, trabajo y alojamiento. Los catalanes se organizaron en el país como aquellos comerciantes judíos de hace varios siglos. Allí donde había una comunidad, todo catalán sabía que tenía comida y cama hasta que pudiera valerse por sí mismo. Del mismo modo tenía la obligación de actuar con los que llegaran después. Casi todo el mundo cumplía estas reglas.
Caminando por calles aún sin empedrar contempló cómo un indio que se arrodillaba ante un cholo implorando una moneda en pago por haber llevado en sus espaldas un enorme baúl de madera durante varios kilómetros. El dueño del baúl le pagó arrojándole una moneda que rodó cuesta abajo por entre charcas de agua sucia y basura, mientras el indio corría detrás.
De esta forma pudo hacerse una idea de lo que le esperaba. Entre el mal de altura y las cosas que estaba viendo por las calles, a punto estuvo de darse media vuelta e irse a la estación del tren de no ser porque la familia Bloch le convenció de que se quedara. Poco tiempo después se trasladó con los Bloch a Cochabamba, -una cuidad más pequeña y habitable- donde le trataron como a un hijo. A cambio él ayudaba a la familia transportando materiales de construcción con un camión.
Alfredo Bloch, el hijo mayor del patriarca catalán, le enseñó la ciudad de las torres blancas y los picos nevados, sus rincones más ocultos, los mejores prostíbulos, las mejores mujeres, las mejores casas de comida, le presentó a las personas que le podían sacar de un apuro, y así se forjó la gran amistad que les unió de por vida.
Tuvieron vidas paralelas, trabajaron en las mismas ferreterías, se casaron al mismo tiempo y en la misma iglesia, ambos tuvieron el mismo número de hijos, montaron sendas ferreterías y posteriormente, hoteles con piscina y por último se murieron los dos, con escasa diferencia de tiempo.
Ulises aventajó a Alfredo en casi todo, en los deportes era más rápido, enamoraba a más mujeres y ganaba más dinero, sin embargo Alfredo no se molestó en absoluto, siempre supo estar en un discreto segundo plano. Le complacía de esta forma analizar las mirada de los demás, la forma de vestir, los atildados gestos de los comerciantes tan ridículamente correctos las voces agudas de las damas vestidas como en una postal antigua, y las miradas furtivas de las viejas y de algunos hombres. Así, mientras Mientras Ulises desplegaba su teatro de circunstancias y oportunidades, Alfredo recogía su cosecha de certezas y en más de una ocasión salvó a su impetuoso y charlatán amigo de algún lío.
Gracias al círculo catalán las cosas comenzaron a irle viento en popa al emigrante . Comenzó como empleado en ferreterías de Cochabamba, -que por entonces aun parecía un antiguo decorado de teatro inmutable-, cuando la ciudad se veía crecer por días, derramándose colinas abajo como sedimentos de su propia civilización, con su Sagrado Corazón, como Río. Las casas coloniales parecían dulcemente dormidas hasta que las excavadoras las destruían.
Pronto Ulises se hizo imprescindible en las eternamente veraniegas veladas nocturnas de los palmerales de la Plaza Colón, o entre los plátanos de indias de la avenida Libertadores y se sintió allí tan a gusto como si estuviera en su propia casa o más. La ciudad era tan andaluza que Ulises comenzó a llamarla Cochabamba de la Frontera, y pronto entendió que todo joven que disfruta de la belleza, todo hombre que paladea la vida, lleva algo de andaluz dentro, que es como decir algo romano y árabe. Aquella era una ciudad abarcable donde se podía ser feliz.
Cuando ella apareció una tarde, tras las palmeras de la plaza comiendo un helado, no pudo dejar de admirar su belleza y cuando supo su nombre pensó, eso no es un nombre sino una metáfora. Nunca supo verdaderamente cuán acertado estuvo aquel comentario.
En los cines de Santa Cruz se estrenaba con gran publicidad la película “Madre quinceañera” que mostraba con fines ejemplificadores un parto en toda su crudeza. Ulises entró al cine y descubrió a una belleza morena de larga cabellera. Después de la función fue siguiéndola por toda la ciudad, ella caminaba con una señora mayor, probablemente su madre. Caminaron desde la plaza hasta el otro extremo de la ciudad. Hacía frio, había volcado el sur y queria llover. Ellas entraron a una casa y Ulises dio por finalizada la persecución.
Sin embargo al poco tiempo salieron de nuevo, cargadas de regalos y se pararon a esperar un taxi igual que él. Ulises le preguntó su nombre, Blanca Luz, le dijo. Comenzó a llover, así que Ulises, muy caballeroso les cedió el taxi.

Blanca Luz enamoró desde el primer día a Ulises, como una Lolita a un aprendiz de escritor. Alfredo, pronto se sintió desplazado por la muchacha en el espacio y el tiempo de Ulises, pero una vez más estuvo a la altura de las circunstancias y supo retirarse para pronto vencer su propia batalla conquistadora con otra joven. Pronto se les vio a los cuatro pasear por los escoceses prados del Parque Tunari, la feria de La Cancha, o por plaza de la catedral.
Ulises tenía las ideas muy claras y pronto le explicó a su novia, su intención de formar una familia, de la que siempre había carecido, le explicó mientras Blanca asentía con la cabeza con su infantil mirada estrellada.
Pronto Ulises la llevó a casa de los Bloch, donde se alojaba y escribió a su padre y su hermano contándole las novedades. Si todo iba bien, muy pronto habría boda, anunció.
Sin embargo había un problema que al principio pareció irresoluble. Con los trabajos ocasionales que había tenido hasta el momento, no tenía dinero ni para comprar la mesita de noche. Buscó infructuosamente trabajos mejores, pero con su formación, la única salida que le quedaba era crear su propio negocio, así que se decidió a ello, mientras por las noches estudiaba contabilidad.
También decidió trasladarse a otra de las grandes ciudades de Bolivia, Santa Cruz, de la Sierra. Si Cochabamba era la ciudad granero por obra y gracia de los andaluces, Santa Cruz era la de los negocios por mediación de los emigrantes catalanes. Era una ciudad abierta, próspera, rica, la locomotora de Bolivia. Respondía mejor que Oruro o Potosí a la idea que los europeos se hacían de las ciudades de Sudamérica.
Con escasos ahorros mas la experiencia ganada, y sin más ayuda que la de su amigo, Alfredo Bloch, alquiló una habitación en la calle España, con una mesa y una balanza por mobiliario. Logró progresar comprando barato objetos de segunda mano, y revendiendo mas caro. También le dejaban objetos en depósito, para venderlos o alquilarlos, desde libros hasta zapatos. Compró una máquina de escribir, y con ella hacía documentos escritos a los indígenas y ellos en pago le regalaban mote, -maíz cocido- o pito -trigo molido con azúcar y hortalizas-.
De noche dormía como podía en la trastienda donde había colgado una hamaca en los calvos de la pared, allí se hacía la comida y se lavaba y veía a Blanca los domingos. Era como si toda la semana hubiese una gran oscuridad, que se retiraba cuando veía a su particular rayo de luz.
Eran los años de la reforma agraria decretada por el gobierno, que arrebató por ley, muchas tierras de manos de los españoles y sus descendientes. Estaba en obras la carretera a Cochabamba y el ferrocarril a Brasil. Muchos terratenientes accedieron a entregar las tierras por las buenas, otros prefirieron hacerlo por las malas y corrió la sangre. La prosperidad se notaba en las calles y la mayoría de la gente que tenía vista para los negocios lograba hacer fortuna. Nuevamente, la comunidad catalana en la ciudad le prestó una ayuda impagable. Como en Santa Cruz, el número de emigrantes catalanes era mayor, habían creado un Centre Catalá, en una casona colonial, donde se reunían dos veces en semana a jugar dominó, cartas, las mujeres parchís, se hacía vida en común, y los chicos jugaban en el patio o en la calle, mientras los hombres hacían provechosos contratos para sus negocios.
Como los dos enamorados andaban siempre en volandas de una ciudad a la otra, y su sólido amor se estaba resintiendo por culpa de las malas comunicaciones, las malas comidas y las malas noches, decidieron adelantar la boda. Alquilaron una casa en un patio de vecinos. Llegó un telegrama de España en que su padre le decía que por el momento no podían viajar por falta de dinero.
Una noche que terminó el trabajo más temprano de lo habitual, fue al centro catalán a tomar una copa, cuando al pasar por un callejón de casetas de madera, se abrió una puerta y una mano lo arrastró hacia la oscuridad y lo encerró en una habitación con una cama. Una descomunal negra desnuda, jadeante y sudorosa lo tumbó sobre la cama y lo hizo suyo en medio de la oscuridad sin darle la oportunidad de decir nada que no fuese un jadeo. Aquella negra se movía como una pantera y rugía como una leona en celo. Ella le abrió su cuerpo para él, que se vació en ella, como si fuera una copa. Sin embargo él no estuvo a la altura de su salvaje amante, y eso le comió por dentro durante años, teniendo consecuencias en sus relaciones posteriores. Cuando la tormenta amainó, ella pareció recuperar su dimensión humana y le dijo con una voz avergonzada que aquello no había sucedido en realidad y que era producto de su imaginación.
Salió del camastro un poco confundido y se perdió por un dédalo de calles un poco huérfano, como si por vez primera hubiera sabido lo que es una mujer.
Quizá aquel episodio, junto con su profundo machismo celoso, influyó en sus futuras relaciones, pues siempre eligió a virginales mujeres casi niñas de piel sonrosada, sonrisa tímida y mirada inocente que se dejasen llevar dulcemente hacia un papel secundario, casi auxiliar, en el estudiado organigrama que tenia pensado Ulises. Tan milimétrico que cualquier pequeño imprevisto podría echarlo abajo, por eso, él se obstinaba en sacarlo adelante, para demostrar a todos y a él mismo, que aquel joven huérfano de aspecto desvalido podía hacer lo que se propusiese y que no tenía ninguna duda de que lo conseguiría.
Blanca Luz tenía tan solo diecisiete años y aguardaba al pie de la cama, en la noche de bodas llevando un casto camisón blanco, de gruesa tela, que no dejaba entrever nada. Su piel era blanca como el nácar y su cabello moreno caía en una larga melena sobre su delicada y trémula espalda. Ella siempre pensó que el ajetreo de la boda haría que llegase al tálamo nupcial tan cansada que no tendría ganas ni siquiera de estremecerse de emoción, pero se equivocó profundamente. Durante la fiesta cantó y bailó con todo el mundo, se mostró exultante y feliz, parecía como si siempre hubiese estado casada, Ulises la observaba asombrado como preguntándose de dónde salía tanta energía en un cuerpo tan menudo. No solo ejerció de maestra de ceremonias y atendió uno por uno a los invitados a la ceremonia civil, sino que todos quedaron tan prendados con ella que prometieron irle a visitar a su casa con tanta frecuencia como pudiesen. De no ser porque él sabía que la boda era de la novia, habría podido pensar que le estaba robando protagonismo. Sin embargo él tenía la certeza de que la noche sería suya, por eso se desnudó con tanto mimo como se había vestido con las primeras luces de la mañana, colocando todas las prendas con tal
cariño que parecía que no fuesen suyas y que las tenía que devolver al día siguiente.
Se estremeció con el roce de la seda de la camisa sobre su pecho y cuidadosamente quitó los gemelos de los puños, desprendió la orquídea blanca del ojal y se la entregó a Blanca Luz, que le sonrió con sus leves comisuras. Se sorprendió al notar cómo ella miró su cuerpo desnudo de joven ansioso y viajero sin apasionamiento, como diseccionándolo con la mirada, o inspeccionándolo con pupilas cirujanas. Hasta que ella estalló en una sonrisa nerviosa y dijo:
-Así que esto era todo.
Y él le respondió, no, esto no es todo, ahora empieza lo mejor y se dispuso a interpretar su mejor pieza, su obra maestra sobre las cuerdas recién tensadas, sobre su nueva vida que sonaría como un arpa acariciada por el viento con manos sabias de pajarero y besos de arroyo sobre la piedra. Los susurros comenzaron a arremolinarse sobre las sábanas de organdí, como un triste lamento de flauta, acompañada de frases de algún varonil piano que murmurase pequeñas órdenes, y fuese seguida por un violín que se estremecía bajo la yema de cada dedo. Luengos, certeros zumbidos de contrabajo de la voz de Ulises, comenzaron a marcar el tempo, constante y rítmicamente, logrando que la apocada flauta inicial creciese hasta convertirse en una risueña trompeta, derramándose finalmente hacia tonos de un sensual saxofón, y una vez que Blanca se abandonó se apoderaron por completo de la pequeña habitación de hotel -sin miedo a nada ni a nadie-, y rebosase por la ventana hacia la calle, cuando les sorprendió los primeros rayos de sol. Conforme iba avanzándoles el sol sobre su horizonte, amplios conductos, iban conduciendo los exuberantes sonidos, que se derramaban hacia la más amplia variedad de registros y tonalidades, como agua estancada que largo tiempo ha querido desbordarse y encuentra por fin su cauce primigenio, sin orden ni concierto hasta llegar a hacerse verdaderamente oceánicas. Así ambos se forjaron de nuevo, con la materia primitiva y salvaje de que está hecha la vida. Vivieron en una nube los primeros meses hasta que la monotonía fue instalándose irremediablemente en sus vidas y ella comenzaba a buscar algo más, sin embargo él parecía extrañarse de que aquella mujer no estuviese verdaderamente dichosa de todo cuanto se había volcado en ella, que comenzó pronto a entrar y salir sin pedirle explicaciones a su marido. Él empezó a sentir la zarpa de los celos y ella, el escozor de la desconfianza, ella quería sentirse libre, y él quería ser un feliz esposo entregado a su mujer y encontrarse la comida caliente cuando volviese a ala casa de un duro día de trabajo.
Hacían todo lo posible por no enfrentarse pues ambos sabían que eran dos grandes caracteres así que empezaron a evitar los temas que les incomodaban, pues estaban hartos de discutir por todo, y así lograron darle al asunto apariencia de normalidad, mientras en el fondo corrían oscuras aguas subterráneas.
Lo único que lograba consolar a Ulises fueron los negocios que siempre iban viento en popa. Ulises logró montar su propia ferretería en Santa Cruz, que cómo no, iba a llamarse La Catalana en un edificio alquilado. Era un caserón típico colonial con un patio central y una fuente con peces. De aquella casa alquilada en la calle Cochabamba se mudaron a una más grande, en la calle Velasco, gracias a Don Frank.
El suizo Don Frank fue el primer gran hombre de negocios que conoció Ulises, y desde el primer día ambos sintieron que se iban a llevar bien, pues los dos eran ambiciosos, disciplinados, incansables y con las ideas muy claras, querían ser ricos, aunque fuera trabajando y nada ni nadie les impediría conseguirlo.
Ulises comenzó a idolatrar poco a poco la forma de hacer negocios del suizo, que tenía una de las pocas compañía de materiales de construcción, casi monopolio en aquellos tiempos de expansión desmedida, así que el negocio estaba claro, comprar lo más barato posible, vender lo más caro que pudiese. Ulises vio muy clara la ocasión y comenzó a hacer pequeños negocios con él, y el suizo prefirió a otro europeo para hacer sus negocios, así que le dio al catalán la administración de su empresa. Con lo que ganaba de su negocio particular más la administración de los bienes del suizo, pudo ir pensando un poco más a lo grande, incluso podría tener varios hijos si se le antojase. El tándem, suizo-catalán comenzaba a dar sus frutos.
La nueva casa estaba junto al colegio católico más influyente de la ciudad, -La Salle-
De esta forma, Ulises había ido lentamente preparando el terreno para la venida el mundo de sus hijos.
Blanca Luz aprovechaba cualquier circunstancia para estar el mayor tiempo posible fuera de la casa, -excursiones, grupos, amigas-, comía fuera siempre que podía, al igual que el marido que incluso había montado su propia trastienda en donde a veces se echaba una siestecita o invitaba a sus amigos a comer, cuando no tenía tiempo de volver a casa.
-Lo que tu mujer está necesitando es tener hijos. Le aconsejó Don Frank en una de aquellas comidas. -Así estará en casa ocupada y todo volverá a ser como al principio, todo irá de nuevo sobre ruedas. En el fondo, Ulises hacía tiempo que pensaba lo mismo. Sin embargo sabía que aquella receta no siempre salía bien. También podía ocurrir que las cosas con su esposa no mejorasen, y sus niños nacieran en medio de un ambiente nada apropiado. Sin embargo, algo le decía instintivamente a Ulises que había de tener hijos. A veces se despertaba en medio de la siesta ensopado en sudor, con la flama de la calle entrando en la fresca trastienda y oyendo un llanto de bebé que nunca averiguó de dónde salía. O murmuraba en medio de la noche discursos, consejos y palabras para sus inexistentes hijos.
A veces se planteaba que si Blanca Luz se negaba en redondo, no le importaría en absoluto buscar otra mujer que estuviese dispuesta a ser una buena madre para sus hijos, y en ocasiones se sorprendía a sí mismo hablándole a las putas -con las que se iba, buscando el fantasma de la negra que lo hizo hombre- de los secretos de la maternidad.
Blanca Luz hacía tiempo que también había llegado a la misma conclusión que Don Frank pero no se atrevía a decírselo a su marido, mitad por orgullo, mitad por miedo, así que una noche que ambos llegaron de una cena regada con abundante vino y después de discutir, decidieron traer al mundo a su primer hijo en plena reconciliación.
Pedro, el mayor y más travieso fue pronto objeto de la ira de los frailes del cercano colegio de la Salle, adonde en cuanto pudo su padre decidió llevarlo a pesar de su mal recuerdo del trato que desde niño mantuvo con los curas, primero como aprendiz de monaguillo y luego arando los campos de frailes en su Solsona natal.
Un día, Pedro llegó a casa con un escapulario que le habían vendido los curas.
-Esto sirve para entrar al cielo, Papá. Me lo han dicho los curas. Le explicó Pedro a su papá.
-¿Ah si?. ¿Y cuánto te ha costado?.
-Un boliviano. Respondió el niño.
-¡Miechi¡. ¿Y cuanto vale la entrada al cine?
-Tres bolivianos.
-Parece que el fraile está haciendo un mal negocio, pues entrar al cielo es más barato que entrar al cine. Dijo el padre.
Al niño le faltó tiempo para ir a zampárselo al fraile que le había vendido el escapulario, diciéndole, en medio de una clase de religión, y justo cuando debatían unos de aquellos misterios inexplicables, propios de seres inmaculados y alados, que los frailes eran unos malos negociantes, pues entrar al cielo era lo más barato que había, incluso más barato que la entrada al cine.
Desde el nacimiento de Pedro, Blanca Luz se mostró mucho más razonable, y sobre todo, más dispuesta a agradar a su marido. Sin embargo, Ulises siempre tuvo la sensación de que ella era como una potranca por domesticar, que debía llevarla con sus riendas por el buen camino. Por el momento, ella se dejaba llevar y eso a él le resultaba suficiente así que compró una casa amplia en la calle Buenos Aires, con un gran descampado trasero, en donde construyó una piscina que se llenaba con el agua de lluvia, a través de un sistema de canalizaciones ideado por él mismo.
Ahora era Blanca quien buscaba a Ulises para tener una niña, después de haber saboreado de nuevo la sabia y alegre sencillez que le había dado su primer hijo. Había sido para ella como volver de nuevo a los orígenes del mundo después de haber estado muy perdida en su propio laberinto en busca de un inexistente minotauro.
Cuando Pedro fue siendo mayor y ya no necesitaba a su madre constantemente, contrataron a una ama de crías para la casa, mientras Blanca se dedicaba a crear su propia ferretería, que a instancias de Ulises, y gracias a su aliento y apoyo económico abrió en la otra punta de la ciudad, contribuyendo así a la economía familar. Además, contrataron a una ayudante para la ferretería de Ulises, la Leti que daría mucho que hablar.
A los pocos meses de llegar a la nueva casa, nació Montse, primera hija del matrimonio, y al año siguiente Ulises, contribuyendo aún más a mejorar las relaciones de ambos cónyuges y a lograr que por vez primera Blanca Luz supiese lo que era la dicha.
En aquella casa los niños aprendieron a nadar y el agua de aquella piscina comenzó a diluir en el olvido los tristes días que habían quedado atrás. Se diría que aquella casa era feliz y que irradiaba felicidad a todo el que la habitaba, lo mismo que hay otras casas que son tristes y que invaden de energía negativa a sus moradores. Pedro correteaba todo el día en patines de un lado a otro, jugando al fútbol con los vecinos de la calle, mientras su hermano Ulises lo imitaba y Montse se revelaba una niña mucho más introvertida.
En las noches calurosas noches veraniegas, los vecinos, solían reunirse en el patio en animadas tertulias, donde el tiempo parecía detenerse y fundirse con el aceite de oliva español que transformaba en una obra de arte un simple tomate traído de la huerta sembrada por el patriarca junto a la piscina. Mientras, los niños jugaban a que eran mayores, trasunto siempre de todo juego infantil, sin saber aún que estarían toda su adultez jugando a que eran niños. En navidad venían los amigos del centre Catalá, se comían turrones de Jijona, y llegaba la abuela desde Solsona.
Fue justo entonces cuando Ulises encontró algo que había estado buscando en los últimos años y que no se sabe muy bien porqué se convirtió en una misteriosa obsesión. Un día que iba al banco a ultimar unos trámites administrativos, se cruzó en el mercado de los criollos brasileños con la mujer que le hizo un hombre. Aquella negra vendía especias traídas desde Brasil, algunas veces al mes y el resto del tiempo deambulaba por ciudades de varios países limítrofes, más que nada porque le gustaba aquella vida. Cuando la vio fumaba un gran puro habano, luego supo que era cubana y medio hechicera. Ella le sonrió y le preguntó, con la naturalidad de los viejo amigos:
-¿Cómo te trata la vida?.
Estuvieron toda la tarde conversando, Ulises dejó todo lo que tuviese que hacer para más tarde, que al final fue nunca, la invitó a comer lo que más le gustase en un restaurante a la moda en el centro sin importarle que nadie les viese, -salmón, pidió ella- él le hizo prometer que tras la comida que le contaría toda su vida en los últimos años. Ella no dudó un segundo en hablarle de sus idas y venidas a su Cuba natal, y sus andanzas como traficante de tabaco por las islas del Caribe, por las costas de Colombia, Venezuela y Brasil sus andazas por el amazonas recogiendo especias y plantas que la gente llamaba mágicas en lo más hondo del valle del río.
-He tomado ayahuasca y he visto el espíritu del agua. Le confesó a media voz.
Si alguna vez quieres saber quién o qué eres de verdad, tómala.
A Ulises todas aquellas cosas le parecían casi brujerías mágicas de alguien que venía de otro planeta y que vivía una vida que en el fondo él quizá añoraba aunque no lo supiera aún. Quizá si probaba con la ayahuasca lo viera claro, ironizó.
Ulises la notó mucho más mujer y sobre todo, más experta y apetecible. Ya de noche fueron a tugurios de los barrios pobres de la ciudad a emborracharse y en medio de la camaradería, él le pidió que lo volviese a violar como aquel primer día. Y ella aceptó con mucho gusto.
Blanca Luz no hubiese sospechada nada, de no ser porque el asunto fue bastante comentado y difundido en los círculos bienpensantes de la ciudad, por la fama que arrastraba aquella negra del mercado y alguna que otra comadre habló más de la cuenta encendiendo de nuevo el rescoldo de la sospecha en Blanca Luz. Sin embargo la mayor evidencia que encontró fue el olor de sus ropas, los cabellos rizados y ensortijados que halló en el traje que su marido llevaba aquel día y sobre todo, las tremendas purgaciones que le transmitió a su esposa y de las que tardó un mes en reponerse totalmente.
De nuevo salieron a relucir antiguos rencores del pasado y un día, sin avisar a nadie Blanca Luz, volvió a casa de sus padres. Ulises estuvo semanas vagando por bares de mala muerte, preguntando algo sobre su esposa, emborrachándose, interesándose por la misteriosa negra, sin encontrar nada. Esta vez su mujer había ido demasiado lejos, vamos es que ni siquiera sabía adónde había ido. Y en esas estaba pensando mientras tomaba tequila cuando se acercó una negra que le recordó levemente a la contrabandista cubana y le preguntó porque lo había abandonado su mujer.
-Porque me huelen mucho los pies. Respondió riendo.
Ambos fueron a consolarse mutuamente hasta la salida del sol. Ulises comprendió rápidamente que esta vez no había vuelta atrás, y que probablemente no podría hacer nada por recuperar a su esposa. Y creyó que quizá haría bien en devolver a sus hijos lo que les había quitado, mejor que en intentar conseguir algo que ya sabía de antemano que había perdido para siempre. Sabía cómo era Blanca y creyó que a los errores pasados ella sumaría los nuevos, así que dijese lo que dijese, la había perdido, es más, ni siquiera intentaba convencerse ya. Sólo lo lamentaba por los niños, y ellos quizá por su corta edad llegarían a querer a una mujer que viniese a ocupar su lugar. Ya se había cansado de luchar por ella.
Fue en esa época cuando apareció en su vida la Leti, madre soltera, justo en el momento más oportuno. Ella trabajaba en su ferretería y cuando su mujer decidió irse, se hizo cargo de la cocina y del cuidado de los niños. Llegaba a la casa a la hora de preparar las comidas, primero de forma tímida, intentando que nadie lo notase, y luego ya con una confianza y soltura que parecía la dueña de la casa, es más se diría que siempre lo había sido, hasta que ya nunca se fue. Se hizo amante de su antiguo jefe, y luego ocupó en el lecho conyugal el lugar de su esposa, algo que por aquellos entonces solía ocurrir con demasiada frecuencia, sobre todo cuando los maridos enviudaban. Supieron que la situación no tenía vuelta atrás cuando la Leti se trajo a vivir con ellos al Chicho, su hijo.
Blanca Luz lloraba en el autobús de vuelta a la casa de sus padres, en Vallegrande, un pueblo ganadero de diez mil almas, en medio de las montañas, donde leyes no llegaban. Lloraba por su corazón roto, pero también por sus hijos. Había sido herida profundamente, pero sabía que sus hijos no tenían la culpa de nada. Sabía que estaba en una situación muy delicada, pero algo en lo más profundo le pedía que hiciera por una vez algo que sirviera de escarmiento a su díscolo marido. Mientras tomaba una decisión decidió relajarse y pasarlo lo mejor que pudiera.
Era miércoles de ceniza en Vallegrande y el pueblo se llenó de forasteros en busca de la alegría, abandonando las prisas de las ciudades para entregarse al dulce discurrir de la vida entre los meandros del tiempo en pequeños pueblos en fiesta. Carros alegóricos recorrían las calles en medio del jolgorio de gente vestida con sencillos disfraces hechos a mano y sombreros de paja.
Daban las diez de la noche en el reloj de la torre de la iglesia, cuando Blanca se sentó en un banco de la plaza a ver cómo todos bailaban con jarras de macerado de frutas - duraznos, ciruelos, manzanas, uvas, sawinto, quirusilla y yana yana- en las manos y en la otra a sus parejas, al son de parejas de músicos entonando kaluyos con guitarras, acordeón y mandolinas:
-Las mujeres d'este tiempo, son como el alacrán; cuando lo ven a uno pobre, alzan la cola y se van. Ya viene el agua cayendo, tapando el campo verdoso, Si no quieres que me moje, tápame con tu rebozo.
De repente, Blanca y Borja se cruzaron las miradas y él abandonó inmediatamente el grupo de muchachas con el que se divertía para ir a abrazar a su antigua amiga, mientras
las muchachas del pueblo se quedaron murmurando a sus espaldas.
Los grupos cantaban por la plaza:
-Cuando gritan las gallinas/ Es señal que han puesto huevo. Así son pues las mujeres, cuando buscan amor nuevo. Por qué te pones tan triste, tan sin consuelo; tan lo mismo es en la cama, como en el suelo.
Blanca estaba emocionada y alegre, por primera vez en su vida un hombre la estaba haciendo sentir como una auténtica reina. Las muchachas del pueblo se morían de envidia al ver cómo una recién llegada les quitaba al sobrino del alcalde y descendiente de los andaluces fundadores del pueblo, al rico y único heredero, al más guapo y perseguido.
Ella cogía suavemente a Carlos, por los rubios rizo de su cabello, mientras que el azul de sus ojos le transmitía un enorme paz, no quería pensar en nada más y a veces le parecía estar viviendo en un sueño.
-Nunca te agradeceré lo bastante el sueño que me estás haciendo vivir esta noche, decía ella. No sabes cómo lo necesitaba.
-No tienes nada que agradecer. Hay que vivir lo más intensamente que se pueda, y hacer lo que en verdad nos llena, si no ¿que sentido tiene esta vida?. No te preocupes,
no merece la pena. Piensa en el ahora.
Blanca y Carlos se lo pasaban en grande, bailaban y bebían, llamaban a las puertas de las casas y le ofrecían una bebida hecha con leche, huevos y singani, luego llamaba a otra puerta y recibía queso o choclo, que comía a grandes bocados, como si quisiera apurar rápido aquellos manjares, como si tuviese prisa en vivir.
-Cuando yo me case, mei casar con tres, dos pa' los costaus,
una pa' los pies. Hace ya jartito lo rifé mi cuero, pero pa' las chotas sigo pues soltero.
Entonces, Borja cogió de la mano a su pareja y se fueron caminando bajo los soportales de los edificios coloniales de la calle donde estaba el edificio de la municipalidad, luego se montaron en la moto de y se perdieron en medio del bullicio en dirección a una cercana era donde pudieron hacer el amor a gusto hasta que amaneció.
Fueron a ver amanecer con una comparsa al cercano pico de una montaña. Vestían todos de luto, con jirones de ropa negra por el entierro de la sardina y Blanca sintió un escalofrío premonitorio, pero Carlos, lo achacó al frío del amanecer y se quitó su rebeca para dársela a ella. Luego siguieron la costumbre de ir a las haciendas cercanas a beber sucumbé y allí terminó la fiesta. Carlos la dejó en la puerta de la casa de sus padres y movió el brazo de forma imprecisa, quizá imitando a un signo de interrogación y ella le tiró un beso. Había sido sin duda ninguna, la noche más maravillosa de su vida.
No había pasado ni un mes, cuando Blanca se volvió a deshacer sumergida en la rutina, ayudando a su madre a cuidar a sus seis hermanos menores y a atender las tareas cotidianas de su pequeña finca en el campo, a las afueras del pueblo. En varias ocasiones se sintió indispuesta y le asaltaron terribles sospechas, que le confirmó el médico cuando le anunció que estaba embarazada de tres semanas. Blanca no reaccionó, se puso lívida, el médico le preguntó si se encontraba bien y le ofreció un poco de agua y se lo bebió de un trago mientras se preguntaba que más podía ocurrirle que le acabase de arruinar la vida, mientras resolvió tomar la determinación de no anunciar a nadie de su familia su embarazo, pues estaba segura que su viuda madre no entendería nada y además no recibiría bien la llegada de una nueva boca que alimentar. Su única esperanza era lograr que Borja reconociese a su hijo.
A las dos semanas, las vecinas llegaron a casa con la noticia de que Borja había muerto en accidente de moto. El día del entierro pasaría a la historia del pueblo, no solo por la muerte del heredero de la principal familia, sino porque cuando el alcalde fue invitado a dirigir algunas palabras para cantar las excelencias de su sobrino muerto y de cuerpo presente, a pesar del prolongado mal que sufría su corazón, no pudo evitar que en el preciso instante de hacer la señal de la cruz sobre el cuerpo sin vida del joven y bello cadáver, se le partiera en dos y cayese muerto allí mismo ante los ojos horrorizados de todos los vecinos del pueblo y de los pueblos de varias leguas a la redonda.
Cuando Blanca Luz llegó aquella mañana con su bolsa de pasteles y pan recién hechos por ella misma, su pañuelito en la cabeza, sus penas a cuestas y su mirada de eterna bondad infinita, no pudo evitar que se le partiera su corazón de madre, mujer despechada, hija maltratada, al escuchar por boca de sus propios hijos que preferían quedarse con su padre en la ciudad antes que irse con ella.
Una sonrisa cruzaba el rostro de Ulises, que se agarraba a la cintura de la Leti como si fuese un trofeo. En ese momento Blanca Luz se apagó, sintió como si la tierra se abriese bajo sus pies, y sintió que ya no tenía utilidad para ninguna de las personas a las que quería. Así que se marchó en silencio, vagando por las calles, hasta que se sentó sobre su maleta de madera, a llorar en la plaza del mercado, entre olores rancios.
Fue su agobiada madre quien casi obligó a Blanca Luz a hacer aquel viaje, con tal de verse libres de aquella vergüenza de una hija separada y embarazada. Por Dios Santo y Bendito, que le iba a decir las vecinas. Humillada por su madre, humillada por sus hijos, humillada por su marido. Era la fiesta del arroz, y también el día de las madres. Comenzó a llover y recordó que había comprado un billete de ida y vuelta así que aún podría tomar el autobús de vuelta a Vallegrande. Antes de llegar a la estación pasó por la farmacia para comprar somníferos pues le dolía muchísimo la cabeza, y además llevaba varios días sin dormir.
Varios días después Ulises viajó a Vallegrande y trajo de vuelta a la abuela, ambos vestidos de negro. El padre comenzó a hablarles a los niños, les preguntó si sabían porqué las personas se visten de negro, entonces Quico, el menor dijo que era cuando se había muerto alguien de la familia. La abuela comenzó a llorar y el padre les contó que su madre había muerto en el autobús, sin más explicaciones. Con el tiempo supieron de la existencia de una carta que ella había escrito y entregado a la Policía antes de subirse al autobús. Lo que decía, nunca nadie lo supo con exactitud, pues Ulises se hizo con ella valiéndose de su amistad con la policía, e incumpliendo la última voluntad de la difunta de entregarla a su única hija cuando ésta llegase a cumplir quince años de edad.
En el cementerio hacía un frío intensísimo que calaba hasta los huesos. Los niños se acercaron con miedo, a una cruz de piedra clavada en el suelo, y rodeada de un rectángulo hecho con piedras de río. Cogieron margaritas y amapolas, hicieron un ramo y la llevaron a la tumba de su madre. El padre, reprimió las lágrimas hasta donde pudo, se retrasó adrede, y cuando nadie lo veía lloró amargamente sobre el tronco de un viejo ciprés.
Los remordimientos acompañaron siempre la vida de Ulises, y en el futuro, Blanca Luz se convirtió en una especie de santa laica para las mujeres de la familia, -no solo por las circunstancias de su muerte, sino por las cualidades que la adornaron en vida-. La honraron con numerosos cirios de vida. Durante varias generaciones, la familia se llenó de luces blancas. Blanca Montserrat, Blanca Tamara, Blanca Aurora, Blanca Estela, con estos nombres eran bautizadas todas las niñas que iban naciendo.
Cuando todo aquello pasó, decidieron internar a los niños en un colegio de Santiago de Chiquitos, en el valle de Tucavaca, 400 kilómetros al norte de Santa Cruz, a donde se llegaba por el ferrocarril recién terminado. Era domingo, y el vagón estaba lleno de algunos mendigos que dormían cubiertos con polvorientas chaquetas grises, que contrastaban con el colorido ropaje de algunas indias chimanes que miraban con curiosidad los trajes oscuros de los tratantes, en ruta comercial hacia Brasil.
A Quico, aquellos zapatos nuevos le hacían daño al andar, así que no correteaba mucho por los pasillos del tren según sería su hábito más común, cosa que extrañó a su padre. A Ulises le llamó la atención una bella joven vestida de negro, de rostro cubierto por velos, que se sentaba sola en un rincón del vagón. Mientras los niños dormían Ulises se entretuvo en imaginar la delicadeza de sus facciones, que ya se adivinaban. Por debajo de la falda las delicadas puntillas de las enaguas de luto caían sobre las albas carnes, mientras la mujer cabeceaba entre sueños por el traqueteo del tren, que cruzaba las serranías cerca de Roboré. En un meneo del tren, el velo que cubría la cara de la viuda cayó sobre su hombro y Ulises pudo ver horrorizado cómo se trataba sin ningún género de dudas del rostro de Blanca Luz. Su belleza sincera y transparente absolutamente hiriente para alguien que no amase especialmente la verdad, su nariz respingona y sus sonrosados labios, sus pómulos suaves y su piel de melocotón, la redondez del mentón y el negro desafiante de su pelo.
Fuera de sí, Ulises comenzó a vagar por el tren con una angustia interior que le impulsaba a salir corriendo de aquel vehículo y lanzarse hacia la tranquilidad verde de la selva, quería fundirse con la paz ondulante de las aguas de los riachuelos, deshacerse entre las brisas que acariciaban las quebradas, pero nuevamente sacó fuerzas de flaquezas. Pudo contenerse y finalmente logró hacerse de nuevo con el control y logró convencerse de que aquello no era más que una mala pasada, fruto de la tensión que había vivido todas estas semanas atrás. Se sentó nuevamente frente a la viuda de negro, y pudo comprobar que efectivamente, no se parecía en nada a Blanca Luz. Los niños dormían.
En adelante se impuso muchas más tareas para no tener ni un segundo libre en que pensar más de la cuenta, todos admiraban su tesón y capacidad de trabajo y el negocio iba mucho mejor, si cabe. Aquellas malas pasadas se repitieron, pero fueron disminuyendo en frecuencia e intensidad, por lo que Ulises se sintió muy orgulloso. Estos fueron construyendo su imagen más surrealista. El hecho más famoso tuvo lugar cuando murió su mejor amigo. Se sintió en deuda con él por toda la vida. Fue una misa pagada por él, con ataúd de 2500 dólares, coro, Réquiem de Mozart, responso en la catedral y órgano elevando sus lamentos a lo más profundo de los corazones, alzando sus vibraciones por los blancos pilares del templo. Todo era llanto, todo emoción contenida y luto inconsolable cuando se hizo el silencio en las campanas, en los órganos y en los coros y de repente una inoportuna risa se elevó por las naves del templo, una diabólica risa que parecía mofarse de la más sagrada situación de un hombre, su última hora, su último adiós. Nadie entendía qué estaba pasando hasta que vieron cómo el mejor amigo del difunto, el que lo había cuidado en sus últimos días estaba sufriendo lo que sería un inoportuno ataque de risa.
–Fueron los nervios-, explicó Ulises después, lo cierto es que cada vez que alguien le preguntaba por qué se reía, le volvía a entrar el ataque de risa sin que nadie supiese nunca el verdadero motivo de aquel hecho.
Sin embargo, toda la energía de Ulises quedó en los siguientes años, volcada en lo que finalmente habría de ser su gran proyecto hecho realidad, el hotel Lleida, su particular centro del universo. Era como si levantando aquel proyecto estuviese redimiéndose ante los ojos de los demás por los pecados del pasado y la verdad es que a partir de entonces fue uno de los empresarios más queridos y respetados de la ciudad.
Un terreno de más de cinco hectáreas donde el patriarca pudo levantar el fruto de todo su ingenio y esfuerzo, desde que emigró de su Solsona natal. Allí se elevaron, el hotel balneario, una piscina, un club deportivo y su espacio central con un gran jardín de cinco extensas fuentes, las mayores son la de la Virgen de Montserrat, con forma de media luna, y la fuente del diablo o del maestro Papus, una figurilla cuasi diabólica, que toma su nombre de Gerard Encause que escribió "Tratado Elemental de Magia Práctica".
La fuente del Papus, tenía una cascada de más de dos metros de alto, por donde el agua se dejaba caer hasta el estanque, rodeado de plantas, numerosas flores y estatuas de gansos y cisnes. Dentro del agua se deslizaban peces de distintas especies. Solía tomar un pez al azar de una fuente, lo ponía en otra y al instante muchos peces se peleaban por estar cerca de él, emocionados por su aparición. Luego decía: “¿Ves como es bueno ser extranjero?. Se tiene mucho éxito. En su antigua fuente nadie lo miraba, ahora aquí tiene popularidad.
Justo en el centro presiden el espacio unos asientos hechos de obra, flanqueados por tres mástiles de los que penden tres banderas, la de España, la de Cataluña y la de Bolivia, junto a plantas de mango y chirimoyas.
Por el jardín deambulaban patos, gansos y sapos, con los que el abuelo se entendía muy bien. Allí siempre había visitas y la Leti siempre preparaba grandes banquetes y fiestas. Pero cuando no había nadie Ulises empezaba a hablar sólo y comenzaban a aparecer lentamente los ocho “rococos” unos ancianos sapos verdes, grandes y gordos, como un buda, se acomodaban uno junto al otro y le escuchaban hablar en catalán durante horas y horas. Les hablaba de forma muy amena, como si fueran viejos amigos. De vez en cuando el patriarca caminaba por el jardín, y los cuarenta animales, gansos, patos y sapos le seguían en fila india. Don Pancho hablaba lenta y pausadamente, le gustaba filosofar, y los juegos de palabras. Su madre, tenía fama de bruja. Un día explicó a los niños que el diablo andaba suelto por el barrio, y les mostró un perro enorme de color café, que se paseaba por las calles, y nadie lo conocía. Cuando te miraba fijamente, su mirada, noble y profunda aparecía entregada a vos, pero era imposible imponerte, porque él dominaba siempre las situaciones. O te dejabas llevar o no podías ser su amigo.
En la finca se respiraba un ambiente distinto, más distendido y amable, acogedor y abierto. Era un mundo aparte que había construido para que él y los suyos viviesen alejados de las penalidades del mundo, como un paraíso artificial. Por allí pasaban toda clase de personas que se preciaban de ser amigos de Ulises, entre ellos, un cura con quien se juntaba cada semana a debatir sobre Dios. Ulises leía la Biblia todo el tiempo, para confirmar que Dios no existía.
Corriendo los años, el sencillo Ulises emigrado de Cataluña se convirtió en el próspero Don Ulises que reinaba su pequeño universo familiar desde el jardín del hotel Lleida, cuando miraba a su alrededor, sentado en aquel lugar privilegiado se sentía muy orgulloso de todo cuanto había logrado con su trabajo, y lo único que le inquietaba, como a cualquier padre era el futuro de sus hijos, que ya alcanzaban la edad difícil. Sus hijos se criaron como hijos de millonario, sin dar un palo al agua, o como se solía decir antes, se malcriaron.

Pedro se convirtió en una persona con un don natural para meterse en negocios sucios, pues siempre andaba emplatado y nadie sabía de dónde, hasta que su padre lo mandó con unos amigos a España para quitarlo del peligro. Montserrat, la única hija, resultó ser la más inestable y sensible, siempre acordándose de su madre y siempre melancólica. Después de escaparse en varias ocasiones con unos hipis desconocidos hasta regiones remotas del Brasil, acabó vagabundeando por las calles de Barcelona, a donde también la mandó su padre.
Aun siendo una anciana soñaba con que hablaba por teléfono con su madre muerta, su madre a la que apenas conoció. Soñaba con que descolgaba el teléfono y oía la voz de su madre y le preguntaba dónde estaba, dónde había estado todo este tiempo y se despertaba conmocionada. En otras ocasiones había soñado que la encontraba y la llevaba a una cena familiar, presidida por Ulises y ella le decía a su madre, aquí le tienes, dile todo lo que nunca le dijiste. En otras soñaba que en realidad nunca había muerto sino que le dijeron eso y ella se fue a un país remoto para que la dejasen en paz.
Del más tradicional, Quico, le preocupaba en cambio su falta de carácter que se evidenció enseguida cuando los padres de la muchacha con la que salía lo acosaron insinuando que dejara de tratarla si no iba en serio, quizá pensando en sacarle una buen tajada de dinero o en casar a la hija con un rico heredero, –además estaba tonteando con Reina, una empleada de su padre- y él al verse en aquella situación tan tensa en casa de los padres de su novia, el padre le gritaba, el hermano le gritaba y ella lloraba reaccionó diciendo:
-Yo por mí me caso mañana mismo-. Y los dejó pasmados.
Con ese carácter, su vida sentimental fue un fracaso. Al día siguiente estaba en un registro civil, casándose. Le faltaban tres meses para ser mayor de edad, pero en aquel país, todo se arregla con dinero e influencias. Como a esa hora había otro matrimonio, un fotógrafo tomó imágenes del acto. Luego fue a telefonear a su padre para invitarlos a todos a la boda. Como estaba enfadado con él, esta fue su venganza. Su padre no tardó en mandarle un emisario para hacer las paces, algo que tampoco le costó conseguir. A los pocos meses se instaló a vivir con el patriarca en su pequeño imperio. Pero lo peor no era eso, lo peor fue que no estaba enamorado de su esposa. Estaba enamorado de Reina, la empleada del hotel de su padre. Pero lo mejor estaba aún por venir. Hacía el amor a menudo con las dos, y cuando el médico le recetó un tratamiento para la fertilidad, el resultado pareció obvio, dejó a las dos embarazadas a la vez, a su mujer y a su amante.
De esta forma, nació Davico, un seis de agosto a las seis de la mañana, en un hospital de La Paz, sin su padre, que había ido a solucionar errores del pasado, pues su legitima esposa seguía viviendo en el hotel del patriarca y Tranqui, un seis de septiembre a las seis de la tarde en Santa Cruz. Esta vez tuvo que terciar el abuelo para solucionarle el futuro a sus vástagos, dándoles alojamiento en el hotel familiar. Finalmente, su hijo menor eligió como compañera a Reina, que poco a poco lo fue cargando de hijos hasta llegar a siete.
Además desde que Edith sustituyó a la Leti como pareja del patriarca, las cosas se complicaban aún más para los propios hijos y herederos naturales y en ocasiones, incluso fueron expulsados del complejo hotelero, por malentendidos. Edith le dio otra hija, que hoy estudia en Londres, y fue nombrada heredera principal de todos los bienes.
El tenía una úlcera de estómago, y un domingo le sobrevino una hemorragia no pudo ser atendido en el hotel, según su deseo y fue trasladado al hospital. Le vieron salir de su habitación con su batín, a dar un paseo, recién bañado, rasurado y vestido como para salir.
Lo abrazaron pero fue como si abrazasen a un árbol duro y seco, no fue que él no quisiera sino que no podía. Le vieron empeorar en su salud y salir del hotel en el coche familiar, y decir adiós con una mano muy pálida, casi lívida, como sin sangre. Fue trasladado a un hospital en contra de su voluntad, pues le producían bastante impresión, y a las pocas horas murió de un infarto entre rumores infundados de que había sido envenenado con matarratas por el reparto de la herencia.
Ulises, su hijo, resultó el más perjudicado en el reparto, con el tiempo su mujer, Reina tuvo que emigrar a trabajar a Nueva York, y el mismo se fue a Miami después de que se separasen. Poco a poco, sus hijos fueron regresando a España, punto de partida y lugar donde más tarde o más temprano se reunirá toda la familia. Ahora,en el hotel Lleida, todo parece estar casi en ruinas, los peces murieron casi a la par que Ulises, los sapos se fueron, y los gansos armaban cada despelote que un vecino enloqueció un día y amanecieron todos “fusilados”. En la carretera hay un letrero de mala muerte que dice: se vende. El abuelo se volvería a morir si lo viese.

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