El milagro de Carmona
Carmona es un milagro tan antiguo que la historia tiene con ella una deuda milenaria. Tanta belleza junta, tan buen gusto, tanto pasado arrebatado al tiempo por amor. Mayor milagro, si cabe, comparado con tanto pueblo que se suicidó de olvido o inconsciencia, se traicionaron a sí mismos y ya no son lo que eran.
Carmona sí es lo que era, después de cinco mil años, y además es más cosas. Un remanso del tiempo al abrigo de tanta invasión de supuesta modernidad. Hay pueblos que sobrevivieron a los vikingos, a los árabes, a los romanos, a los fenicios, pero que no han sobrevidido al ansia del dinero fácil. Pero Carmona, -diosa del tiempo, un cielo de eternas vidrieras según Juan María Jaén- afortunadamente aún está a salvo de esas casas sin alma, de esa perversidad ajena a arcos y patios. De aparadores vacíos, pulcras como escaparates sin vida, sin espacio ni tiempo para vivirlas ni lugar para que jueguen los niños. Donde no hay albahaca ni canela en rama, ni meses de abril.
Para vivir, lo que se dice vivir en el pleno sentido de la expresión, una casa con patio en Carmona donde el sol inunde las arcadas mudéjares y el agua del pozo los tiestos de las macetas, marcando los pasos de las horas entre restos de piedras desgastadas por la vida. Donde es posible aún perder el tiempo entre señoriales bancos de azulejos y una fuente en forma de estrella, mientras se oye el rumor de las olas de trigo de la campiña, de la vega. Donde un ángel ilumine las sombras de los pórticos, donde las torres coronen nuevamente los días, lás súplicas y las lágrimas tal y como narró Juan María Jaén. Donde las almenas y las murallas -en el ultimo equilibrio de la historia- nos defienden de los chillidos estridentes del futuro y se puede oler ese imperceptible y profundo aroma de los siglos. Bajo un cielo de verdes copas de olivares, entrelazadas como bóvedas góticas.
Memoria olfativa rescatada por Rafael Montesinos. Huelen en esta ventana / aquellos claveles que hubo un día/ pero el tiempo no vuelve/ volvemos nosotros, más cansados. Carmona es una elegante dama de la vida y la muerte, remando hacia la paz, cuyo ombligo en forma de plaza redonda es la cuadratura del círculo, el centro de su universo, un reloj que no marca horas, marca primaveras, milenios. Eso sí, ombligos repletos de paz y barrios muertos de sueños" según Francisco Ruiz de la Cuesta, quien nos advertía claramente. "Antes que tuya, fue mía esa estrella". Plaza arriba, reino de taifa, cal y tejas, pisadas tenues, aromas de jazmín, hierbaluisa y sabor dulce de hinojo. Y la luz..., una luz que corta atardeceres rompiendo aristas de siglos, creyendo que no hiere.
Carmona, estrella que se sabe protagonista de las cámaras de los turistas que a cientos de miles vienen de los más remotos rincones del mundo a adorar su belleza serena, pero honda, profunda y auténtica como a una diosa llamada Carmo. Una belleza natural, sin maquillaje ni artificios, de cara lavada con agua mañanera de pozo. Y vienen a contemplar el espectáculo inédito del tiempo pasando reverencialmente, -sin atropellarlo, a su ritmo-, como un río de vida llamado quizá Corbones. Corbones y Guadaíra/ y una gran franaja de alcor/ con cuatro pueblos encima, así lo vió el agricultor poeta José Belloso.
Y vienen buscando el secreto ungüento de torres, arcos piedras, -secreta arquitectura que nos reconstruye por dentro- que nos resucita y nos redime, nos reconcilia con el mundo y nos hace hombre, persona, mundo. La plaza de abastos de Carmona -de ecos conventuales y subsuelo totémico y milenario- no es que te reconcilie con la vida -sobre todo después de haber comido y bebido a placer-, es que es la vida misma, un espectáculo que pasa frente a nuestros ojos de testigos excepcionales.
Corazón de la vieja Carmona que se te va colando por las retinas y por la boca como un aceite que todo lo suavida y lo armoniza, que unge, sacraliza y al tiempo desmitifica. Carmona, ungüento aún no descubierto. Bella engendrando hijos de la belleza, rica engendrando riqueza. Serena llenándolo todo con su serenidad. Inundando lo más profundo con la tranquilidad de ver cómo hay lugares en donde aún se saben apreciar las cosas buenas de la vida, que por mucho que pase el tiempo, siempre serán las mismas.
Carmo es una bella que espera a los adoradores de los pueblos, que como dijo Jose María Requena son las prologaciones del hombre es su mano y su voz que se prolongan en vega de sudados sueños y palabras que dan trigo. Y no me refiero a una belleza de crepúsculos bonitos y amaneceres bobos, sino a la que se le canta con voz quemada y escocida, en la garganta del amor, por la savia feroz de las raices. A la tierra de uno, la de la entraña, donde uno nace o donde a uno le gustaría haber nacido. La que se pisa, la que se canta a lo duro, a picotazo limpio, a besos de morder. Aquella que se emborracha de luz con tal frecuencia que habitan con quejumbre la alegría y cuidan como a penas los tiestos de sus flores.
La campana suena, Carmona te llama para seguir siendo tu maestra en el arte de vivir dignamente. No para contemplar, sino para impregnarnos de emoción y simpatía, para poseer como a amantes los milagros observados. Para hacerla nuestra por el corazón y la inteligencia a la vez, para mirar el sol de frente, estudiar el crecimiento de las flores y la construcción de murallas almohadilladas. Para entregarnos al recuerdo de más de tres mil años de soledad. Carmona es un milagro que merece ser elevado al altar del arte, del tiempo y la historia de la humanidad. En nombre del padre, del hijo y del arte.
Carmona sí es lo que era, después de cinco mil años, y además es más cosas. Un remanso del tiempo al abrigo de tanta invasión de supuesta modernidad. Hay pueblos que sobrevivieron a los vikingos, a los árabes, a los romanos, a los fenicios, pero que no han sobrevidido al ansia del dinero fácil. Pero Carmona, -diosa del tiempo, un cielo de eternas vidrieras según Juan María Jaén- afortunadamente aún está a salvo de esas casas sin alma, de esa perversidad ajena a arcos y patios. De aparadores vacíos, pulcras como escaparates sin vida, sin espacio ni tiempo para vivirlas ni lugar para que jueguen los niños. Donde no hay albahaca ni canela en rama, ni meses de abril.
Para vivir, lo que se dice vivir en el pleno sentido de la expresión, una casa con patio en Carmona donde el sol inunde las arcadas mudéjares y el agua del pozo los tiestos de las macetas, marcando los pasos de las horas entre restos de piedras desgastadas por la vida. Donde es posible aún perder el tiempo entre señoriales bancos de azulejos y una fuente en forma de estrella, mientras se oye el rumor de las olas de trigo de la campiña, de la vega. Donde un ángel ilumine las sombras de los pórticos, donde las torres coronen nuevamente los días, lás súplicas y las lágrimas tal y como narró Juan María Jaén. Donde las almenas y las murallas -en el ultimo equilibrio de la historia- nos defienden de los chillidos estridentes del futuro y se puede oler ese imperceptible y profundo aroma de los siglos. Bajo un cielo de verdes copas de olivares, entrelazadas como bóvedas góticas.
Memoria olfativa rescatada por Rafael Montesinos. Huelen en esta ventana / aquellos claveles que hubo un día/ pero el tiempo no vuelve/ volvemos nosotros, más cansados. Carmona es una elegante dama de la vida y la muerte, remando hacia la paz, cuyo ombligo en forma de plaza redonda es la cuadratura del círculo, el centro de su universo, un reloj que no marca horas, marca primaveras, milenios. Eso sí, ombligos repletos de paz y barrios muertos de sueños" según Francisco Ruiz de la Cuesta, quien nos advertía claramente. "Antes que tuya, fue mía esa estrella". Plaza arriba, reino de taifa, cal y tejas, pisadas tenues, aromas de jazmín, hierbaluisa y sabor dulce de hinojo. Y la luz..., una luz que corta atardeceres rompiendo aristas de siglos, creyendo que no hiere.
Carmona, estrella que se sabe protagonista de las cámaras de los turistas que a cientos de miles vienen de los más remotos rincones del mundo a adorar su belleza serena, pero honda, profunda y auténtica como a una diosa llamada Carmo. Una belleza natural, sin maquillaje ni artificios, de cara lavada con agua mañanera de pozo. Y vienen a contemplar el espectáculo inédito del tiempo pasando reverencialmente, -sin atropellarlo, a su ritmo-, como un río de vida llamado quizá Corbones. Corbones y Guadaíra/ y una gran franaja de alcor/ con cuatro pueblos encima, así lo vió el agricultor poeta José Belloso.
Y vienen buscando el secreto ungüento de torres, arcos piedras, -secreta arquitectura que nos reconstruye por dentro- que nos resucita y nos redime, nos reconcilia con el mundo y nos hace hombre, persona, mundo. La plaza de abastos de Carmona -de ecos conventuales y subsuelo totémico y milenario- no es que te reconcilie con la vida -sobre todo después de haber comido y bebido a placer-, es que es la vida misma, un espectáculo que pasa frente a nuestros ojos de testigos excepcionales.
Corazón de la vieja Carmona que se te va colando por las retinas y por la boca como un aceite que todo lo suavida y lo armoniza, que unge, sacraliza y al tiempo desmitifica. Carmona, ungüento aún no descubierto. Bella engendrando hijos de la belleza, rica engendrando riqueza. Serena llenándolo todo con su serenidad. Inundando lo más profundo con la tranquilidad de ver cómo hay lugares en donde aún se saben apreciar las cosas buenas de la vida, que por mucho que pase el tiempo, siempre serán las mismas.
Carmo es una bella que espera a los adoradores de los pueblos, que como dijo Jose María Requena son las prologaciones del hombre es su mano y su voz que se prolongan en vega de sudados sueños y palabras que dan trigo. Y no me refiero a una belleza de crepúsculos bonitos y amaneceres bobos, sino a la que se le canta con voz quemada y escocida, en la garganta del amor, por la savia feroz de las raices. A la tierra de uno, la de la entraña, donde uno nace o donde a uno le gustaría haber nacido. La que se pisa, la que se canta a lo duro, a picotazo limpio, a besos de morder. Aquella que se emborracha de luz con tal frecuencia que habitan con quejumbre la alegría y cuidan como a penas los tiestos de sus flores.
La campana suena, Carmona te llama para seguir siendo tu maestra en el arte de vivir dignamente. No para contemplar, sino para impregnarnos de emoción y simpatía, para poseer como a amantes los milagros observados. Para hacerla nuestra por el corazón y la inteligencia a la vez, para mirar el sol de frente, estudiar el crecimiento de las flores y la construcción de murallas almohadilladas. Para entregarnos al recuerdo de más de tres mil años de soledad. Carmona es un milagro que merece ser elevado al altar del arte, del tiempo y la historia de la humanidad. En nombre del padre, del hijo y del arte.
0 comentarios