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blancaluz

Atlantis

Atlantis
Mientras tanto seguía pensando en el tiempo perdido en pensar en el tiempo que pierdo. Que frase
más absurda. Perder el tiempo. Dónde lo habré perdido, estará en los bolsillos del pantalón. Que
absurdo. El tiempo no se pierde.
La mente de Joan divagaba mientras terminaba de almorzar en la terraza. Las arcadas de la terraza
blanca se recortaban contra un azul intenso. Las buganvillas, se mecían atadas junto a las arcadas,
movidas por el viento. Por el suelo correteaban juntos gatos y perros persiguiendo a las sargantanas.
Las lanchas y los yates que iban y venían incesantemente a Formentera. El sol estaba en todo lo alto
y una ligera brisa marina se colaba por entre su camisa blanca de lino y su pecho. La música llegaba
desde el interior de la casa. Mientras tanto seguía pensando en el tiempo perdido en pensar en el
tiempo que pierdo.
Mar, su mujer, estaba, como de costumbre, pintando un paisaje con el mar como fondo, para matar
el tiempo y para olvidar que todo aquel idílico mundo desaparecería apenas unas horas más tarde
cuando todo acabase. El Verano, las vacaciones, los amigos, las charlas, las noches de Dalt Vila. El
azul llenaba todo el cuadro, ese azul añil, ese azul melancolía, azul recuerdo, azul memoria, azul
tiempo, azul viento.
De repente se vio sorprendida por la presencia de un hombre que tomaba el sol desnudo sobre las
rocas. Desde donde ella estaba él no podía divisarla, porque estaba tumbado junto a la cerca de la
finca en que ellos pasaban el verano. Abandonó inmediatamente el cuadro, comentó a su marido
que iba a dar un paseo y se adentró por algunos senderos que bajaban hacia las cuevas colgadas en
los acantilados. Cuando estuvo cerca de aquel hermoso cuerpo desnudo se ocultó detrás de una
sabina y se dispuso a contemplar.
Acostado en una roca plana y levemente inclinada sobre el mar estaba tumbado un joven de apenas
treinta años con cuerpo de atleta, cabellos morenos ensortijados. La luz del sol estaba en todo lo alto
y definía aquel cuerpo como si fuese una parte con forma especialmente caprichosa de aquellas
rocas. Se entretuvo mirando el vaivén de su pecho y su estómago, mecido por el aire que entraba
rítmicamente en sus pulmones.
De repente el joven se sintió observado y se irguió levemente. Ella se avergonzó y se escondió aún
más. El joven se levantó y se dirigió. Mar se quedó inmóvil y salió corriendo, presa del miedo y la
vergüenza, confundida, se perdió por un dédalo de sabinas, árboles y pequeños senderos hasta que
llegó a divisar una montaña sobre el mar, igual que un trigrama del I Ching.
Resbaló sobre unas piedras que se habían desprendido bajo sus pies del estrecho sendero colgado
sobre el precipicio y a punto estuvo de caerse al mar, de no ser porque acertó a llegar a sus manos la
rama de un árbol. Vacío, luz y silencio.
Sacó fuerzas no supo bien de dónde, trepó por la rama hasta alcanzar el tronco y de ahí saltó de
nuevo al camino dejando resbalar algunas piedras que minutos más tarde fueron a ser
tragadas por el océano. Mar respiró alividada hasta que comprobó que aquel hombre, seguía
persiguiéndola.
Echó de nuevo a correr sin reconocer ya los senderos por los que pasaba. Pasó junto a unas ruinas
antiguas y de repente descubrió la embocadura de una cueva. En una piedra descubrió un texto en
inglés "welcome to Atlantis". Cerca había una imagen de Buda sonriente dibujado en la pared. Se
sorprendió de no haber conocido antes ese paraje de increíble belleza a pesar de estar cercano a su
casa. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad de la cueva descubrió maravillada, que todo
parecía preparado para la llegada de un próximo visitante. Había un lecho de paja, varias mantas
dobladas, latas de conservas, varias telas como decoración, velas, dibujos, estampas orientales. Olía
a comida rancia y a humedad. Recorrió con mirada sorprendida cada rincón de aquella cueva, que se
perdía en la oscuridad, pero casi entró en estado de shock, cuando se dio la vuelta para comprobar
una abertura en la roca por donde el abismo descendía a un centenar de metros hasta el mar, cerca
del lugar por donde ella había entrado en la cueva.
Se sentó sobre las mantas y trató de calmarse. Se quedó un rato mirando a los dibujos en las
paredes. En el interior de la cueva había otra figura de Buda, con los ojos rasgados, los lóbulos de
las orejas agujereados y dos caras, una sonriente, la otra triste. Bajo esta figura había ofrendas.
Comida, bebida, restos de tabaco y de papel, y hasta latas de refrescos. Mientras exploraba
despreocupada la pared de la cueva, no se percataba que alguien a sus espaldas estaba entrando. Se
volvióde repente y gritó. Los bañistas de las playas cercanas y los navegantes que estaban cerca
pudieron oir un lejano y estridente grito, ahogado entre el bramar de las olas, que rompían contra las
rocas. Maurice, su marido, había acabado de almorzar y fregado los platos.
Se cruzó con el cuadro de Marie y estuvo un rato observándolo. Había decidido bajar a buscarla
para hacer el amor, como cada día a aquella hora, a una pequeña cala que había bajo el acantilado,
rodeada de rocas y de cuevas por las que se colaban las olas haciendo un ruido ensordecedor. La
espuma saltaba por los aires cada vez que las olas chocaban contra la rocas violentamente. Su deseo
comenzó a apagarse cuando llegó a la playa y descubrio que no estaba ella.
Comenzó a preocuparse por su mujer cuando de repente escuchó un grito ahogado por el bramar de
las olas que azotaba un creciente levante. Aguzó el oído y comenzó a seguir la pista del
grito.
Durante un momento no oyó nada más que el ruido ensordecedor del mar. Estaba metido en una
cueva en la que aún entraba el mar, de una especie de bóveda hendida por un agujero entraba la luz
del sol. Su corazón comenzaba a latir con fuerza, sus músculos se comenzaron a tensar. Se quedó en
silencio un minuto atendiendo a su oído. Sólo oyó los latidos de su corazón. Y una voz ahogada.
Esta vez estaba seguro de que era la voz de Mar.
De repente vió un signo budista dibujado en las paredes de la cueva, frente a sus ojos se abrió una
cavidad ascendente sin luz. Con toda la fuerza del amor y del deseo, empujado por el miedo y sus
músculos, su cuerpo se convirtió en una máquina que sólo deseaba encontrar a su ser amado.
Cuando llegó a la siguiente zona iluminada había ascendido unos 100 metros por una pendiente
ascendente. La cavida era redonda y de ella salían otros tres pasadizos, en esta ocasión parecían
hechos por la mano del hombre. Al final de uno de ellos creyó ver un trozo de madero blanco, en
medio de una total oscuridad. Salio corriendo hacia esa señal, pero tropezó y cayó bocaabajo
arañándose en una pierna con unas piedras salientes. Se sintió afortunado de no haberse hecho daño
y de repente sintió un aire frío por toda su espalda y por sus glúteos, empapados ya en sudor.
Llegó hasta el trozo de madera blanco, en el que alguien había escrito con carbón, Atlantis.
-Atlantis, que diablos querrá decir esto?. De repente oyó un nuevo gemido
de mujer y volvióa la realidad de su sentimiento de culpa por no atender suficientemente a Mar.
Ahora oía un leve rumor que no sabía si procedía del mar ya lejano o de su mujer, era como un
lamento triste, como un leve jadeo, como un canto de sirena o quizá como el rumor del viento por
entre las rocas. llevaba unos eternos minutos ascendiendo por
entre las cuevas y hacía tiempo que ya no oía nada. De repente oyó claramente un gemido de mujer
y se sintió confundido. Al principio era un eco lejano y poco a poco se fué haciendo más nídtido, él
estaba sentado en el suelo de una cavidad sin apenas luz, asustado y buscando alguna pista para
entender qué estaba pasando. De nuevo, una familiar queja tasrpasó sus sienes y se repitió varias
veces gracias al eco por las cavidades, pasadizos y cuevas. Otro gemido, esta vez muy placentero,
hizo vibrar su tímpano contagiándose de una ola de tierno erotismo. Su sexo pareció retomar el
vigor perdido a causa del miedo y se tonificó alegre y visiblemente. Otro quejido mezcla de placer y
de dolor venída a sustituir al anterior, mezclándose por las paredes de las cavidades, y así uno y otro
y otro al que se unía de vez en cuando un lamento más pronunciado y seguro, que parecía proceder
de la garganta de un hombre. Su preocupación aumentó y tambien su miedo. Los gemidos se hacían
cada vez más presentes y corpóreos, mientras que sus duda no hacían más que multiplicarse al igual
que el eco de las cavidades hacía multiplicarse los gemidos. De repente y tras dejar atrás un angosto
corredor desembocó en una cueva grande en la que entraba abundante luz. Sólo quería ver para
creer. Se acercó y vió tras la piedra a Marie y a un desconocido. Ella parecia
experimentar un gran placer, tenía los ojos cerrados, mientras el bocabajo la besaba. De
repente ella abrio los ojos y en ellos se dibujo el terror cuando vio a su marido.

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