Abendé
Abendé
Más allá, mucho más allá, donde ninguno de nosotros ha ido jamás, la luna llena coronaba aquella
noche las interminables extensiones secretas de la selva, las inaccesibles regiones de la paz, donde
no hay reyes, ni tiranos y los dioses se confunden con los árboles y quizá aún existan animales
desconocidos. Allí, en el antiguo corazón del planeta, su latido se mezclaba a lo lejos con tambores
rituales que anunciaban que algo extraordinario acababa de ocurrir. Como la piel del tambor se
tensa y luego vibra nerviosa ante el golpe rítmico e incesante, así se sentían aquella noche los Baká
que bailaban ritualmetne alrededor del fuego, para que el alma del cazador recién atacado por una
pantera, -a cusa de algun extraño maleficio- se sintiera justamente honrada y pudiese emprender el
viaje hacia el lugar donde viven los espíritus.
-Babá, los mayores tenéis miedo. Dijo un adolescente a Abendé, jefe de la tribu, el más
anciano y el mejor cazador, que gracias a sus conocimientos de la naturaleza, lograba imitar a la
perfección los sonidos de numerosos animales. El jefe le respondió con un abrazo y un consejo.
-El miedo es bueno, porque a veces nos mantiene con vida.
Alrededor del fuego, los familiares del muerto, con la cara pintada de blanco, lanzaban súplicas y loas al difunto, gritos que eran respondidos a coro por el resto de la tribu. Poco después el jefe de la
tribu se reunió con le resto de los mayores y cazadores del grupo y expresó su preocuapción por lo
que estaba sucediendo.
Abendé, ed una edad indefinida pero avanzada, tenía el semblante preocupado, su menudos, pero
fuertes brazos se movían nerviosamente acompañando a sus palabras, mientras de vez en cuando
temblaza tímidamente el tocado de palmas que en la cabeza, le confería su autoridad como jefe.
-Los espíritus malignos nos envían desgracias. Decía uno. Todos se conocían desde niños y sabían
lo que quería decir aquella expresión preocupada en torno al círculo de notables sentados en el suelo
sobre sus faldas de palma, al pié del árbol mas grande, que abría sus copas hacia el infinito, por
encima de los helechos, las orquideas y las bromelias.
-Y no podemos oir a Ubangui ni comunicarnos con nuestros antepasados. Estamos solos. Dijo otro,
mas joven y asustado.
-Se trata de alguna maldición, asintió Abendé y se mantuvo luego pensativo y en un silencio
quebrado solo por los tambores y el latido de su corazón. El jefe preguntó entonces si alguno
había molestado a algún espíritu de la oscuridad.
-Lo sabríamos, eso siempre se sabe. Le respondieron.
Entonces Abendé propuso la decisión que todos esperaban y que el viejo y respetado jefe siempre
adoptaba cuando se trataba de un asunto especialmente grave: irían a la aldea de su hermano
Abessé, donde vivía la otra mitad del grupo, a dos días de distancia hacia el norte, para preguntarle
si ellos estaban sintiendo lo mismo. Luego se inytegraron en el resto del grupo para seguir
danzando circularmente, ritualmente y supervisar las carnes de las matanzas rituales del funeral.
A la mañana siguiente un grupo de diez cazadores y el jefe salieron en busca de Abessé, pero antes
recibieron la bendición de Emelé, la mujer que habla con las plantas, que los bendijo, los pintó con
la sangre del árbol rojo y entonó un suave canto para que las fieras se adormecieran a su paso,
invocando a los espíritus del bosque. En la despedida Abendé y Emelé partieron una hoja y la
guardaron para recordarse mutuamente y los hombres corrieron hacia lo más profundo del bosque.
Más allá, mucho más allá, donde ninguno de nosotros ha ido jamás, la luna llena coronaba aquella
noche las interminables extensiones secretas de la selva, las inaccesibles regiones de la paz, donde
no hay reyes, ni tiranos y los dioses se confunden con los árboles y quizá aún existan animales
desconocidos. Allí, en el antiguo corazón del planeta, su latido se mezclaba a lo lejos con tambores
rituales que anunciaban que algo extraordinario acababa de ocurrir. Como la piel del tambor se
tensa y luego vibra nerviosa ante el golpe rítmico e incesante, así se sentían aquella noche los Baká
que bailaban ritualmetne alrededor del fuego, para que el alma del cazador recién atacado por una
pantera, -a cusa de algun extraño maleficio- se sintiera justamente honrada y pudiese emprender el
viaje hacia el lugar donde viven los espíritus.
-Babá, los mayores tenéis miedo. Dijo un adolescente a Abendé, jefe de la tribu, el más
anciano y el mejor cazador, que gracias a sus conocimientos de la naturaleza, lograba imitar a la
perfección los sonidos de numerosos animales. El jefe le respondió con un abrazo y un consejo.
-El miedo es bueno, porque a veces nos mantiene con vida.
Alrededor del fuego, los familiares del muerto, con la cara pintada de blanco, lanzaban súplicas y loas al difunto, gritos que eran respondidos a coro por el resto de la tribu. Poco después el jefe de la
tribu se reunió con le resto de los mayores y cazadores del grupo y expresó su preocuapción por lo
que estaba sucediendo.
Abendé, ed una edad indefinida pero avanzada, tenía el semblante preocupado, su menudos, pero
fuertes brazos se movían nerviosamente acompañando a sus palabras, mientras de vez en cuando
temblaza tímidamente el tocado de palmas que en la cabeza, le confería su autoridad como jefe.
-Los espíritus malignos nos envían desgracias. Decía uno. Todos se conocían desde niños y sabían
lo que quería decir aquella expresión preocupada en torno al círculo de notables sentados en el suelo
sobre sus faldas de palma, al pié del árbol mas grande, que abría sus copas hacia el infinito, por
encima de los helechos, las orquideas y las bromelias.
-Y no podemos oir a Ubangui ni comunicarnos con nuestros antepasados. Estamos solos. Dijo otro,
mas joven y asustado.
-Se trata de alguna maldición, asintió Abendé y se mantuvo luego pensativo y en un silencio
quebrado solo por los tambores y el latido de su corazón. El jefe preguntó entonces si alguno
había molestado a algún espíritu de la oscuridad.
-Lo sabríamos, eso siempre se sabe. Le respondieron.
Entonces Abendé propuso la decisión que todos esperaban y que el viejo y respetado jefe siempre
adoptaba cuando se trataba de un asunto especialmente grave: irían a la aldea de su hermano
Abessé, donde vivía la otra mitad del grupo, a dos días de distancia hacia el norte, para preguntarle
si ellos estaban sintiendo lo mismo. Luego se inytegraron en el resto del grupo para seguir
danzando circularmente, ritualmente y supervisar las carnes de las matanzas rituales del funeral.
A la mañana siguiente un grupo de diez cazadores y el jefe salieron en busca de Abessé, pero antes
recibieron la bendición de Emelé, la mujer que habla con las plantas, que los bendijo, los pintó con
la sangre del árbol rojo y entonó un suave canto para que las fieras se adormecieran a su paso,
invocando a los espíritus del bosque. En la despedida Abendé y Emelé partieron una hoja y la
guardaron para recordarse mutuamente y los hombres corrieron hacia lo más profundo del bosque.
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