Lola
Amanecía lloviendo en los tiempos antiguos y el día gris se desplomaba sobre los espíritus que poco a poco se sentían como aplastados contra el suelo. Lentamente las gotas de agua resbalaban eternas por el envés de las horas hasta que caía la noche.
El superviviente Lucas Hidalgo llegó una mañana al campo con el lucero matagañanes aún en el firmamento -nadie supo nunca de qué desierto- desbrozó el terreno y clavó en el suelo una fila de estacas.
Luego, fue a cortar más palos para el esqueleto y los puso armando el tejado,
apoyándose en la viga maestra o cumbre. Para el cuerpo amarró cañas que sujetarían las varetas y añadió pasto seco cosido a modo de cobertura. Lo embadurnó todo de barro y le puso una camisa de cal. Cavó con sus propias manos de huérfano y jornalero adolescente, el pozo, morada del agua, y de allí brotó con generosidad el líquido elemento. El fuego tuvo también su hogar cuando construyó el horno de pan. La cocina, -que poco tiempo después olería a campo, trigo, arrope, pan recién hecho, matalaúva, canela en rama, manteca de cerdo -se erigió unas decena de metros mas allá, para evitar incendios.
Era la casa de los tiempos antiguos, que fue estrenada con ocasión de una boda sin largos noviazgos ni grandes ceremonias, más por necesidad que por amor o convencimiento de los contrayentes. Cuando Lucas Hidalgo se casó con Lola Humanes, tuvo plena conciencia de que no solo había logrado sobrevivir, sino de que se había hecho a sí mismo y se sintió orgulloso.
En el campo se vivía bien. Se criaban toda clase de frutas, verduras y hortalizas, cerdos, pollos o pavos. En la ciudad, la gente moría de hambre. Su casa en la calle Purgatorio estaba en ruinas, sin embargo aquí Lucas era feliz sembrando en tierra de otros, ganando una parte de su fruto y viviendo en una acogedora choza hecha con sus manos, no como aquellos grandes cortijos de los amos, con su inconsolable llanto de molienda y su voz ahogada en aceite solo interrumpida por los bandoleros, los únicos que rompieron aquel aire de paz señorial agujereando el orgullo de las caciquiles veletas.
-Agua y viento que estoy de por tiempo- decía Lucas y los amos les respondían -Viento y agua, que no te faltará qué hagas. Cuando estaba en el trabajo, el joven recién casado contaba el tiempo mirando un reloj de bolsillo, regalo de boda de su esposa, que tenía dentro de la caja una foto de ella y por fuera llevaba grabado su nombre, Lola, -l,o,l, a- letras él acariciaba en la superficie de plata repujada del reloj, como si acariciase los muslos de su amada.
Lucas se encamaba con Lola, mecánicamente, escuchando el rumor de las
sábanas de organdí, y afuera la lluvia, el croar de las ranas eternas, y el canto de la abubilla- muerto por el trabajo- y con el run run en la mente de que le faltaba tener un
hijo a quien dejar las tierras que poco a poco pensaba adquirir para cumplir su destino, hacer su vida, cerrar el círculo.
Cada día sentían estar solos ante campos dormidos en el suave adormecer rojo de la tarde por cañadas, veredas y trochas y después se vaciaban el uno en el otro -en la misma cama donde nacerían y morirían varias generaciones-. No había más que meterse en lo caliente de las camas rellenas de paja y alegrarse de estar vivo, aunque al día siguiente siguiera lloviendo sobre sus sueños, en los ancianos tiempos.
Soñaban que un día en la calle se cruzaban con el primer forastero que llegaba a aquellas tierras, andando como mecido por corrientes y olía a esponja y corales, le decían buenos días y él respondía cortésmente buenos días, con un tono agudo de chillido extraño. Los campos ya no tragaban más agua y surgían pequeños riachuelos. Cuando ya no había mas agua en el cielo caía barro o ranas.
Bajo las encinas de las dehesas los tejones buscaban el calor de la tierra excavando sus galerías mientras las corrientes se adentraban por las tierras mas bajas y se reunían con otras que se arrastraban arrancando limo, besando rocas y desembocaban en el río que normalmente era una corriente de tolerancia y belleza, llevando vida a todas las cosas vivas, correteando inocente entre alegres huertas y grises olivares y que ahora es un intransigente de hinchadas barbas y mirada funesta, que crecía y crecía hasta inundar todo de su intolerancia, derribando a sus hijos los olmos, las saucedas, y los tarajales, los refugios de los eremitas, levantados a golpes de mansedumbre y entonces, el río se convertía en mar, se hacía navegable.
Los barcos podían llegar entonces a las marismas desde la cercana costa. Se
aprovechaba la ocasión del negocio para instalar junto al rancho Metro un pequeño puerto mercante. Un puerto triste y destartalado en medio de los olivares, con su cantina y su embarcadero.
Pequeños veleros de exploración avisaban de que existía un río nuevo y una aldea que no figuraba en los mapas. -Cómo es posible- se preguntaban y ordenaban ampliar sus redes de comercio. Enviaban a sus agentes más audaces, que no tardaban demasiado en traernos espejos y telas finas y elegantes. Eran los hijos de la gran lluvia, de piel pálida como por efecto del agua. No nos fiábamos de aquellos duendes ni les hacíamos demasiado caso, pero mientras más obstáculos, más obstinados. Amanecían en la taberna con aquellos trajes sencillos de pana y pedían un anís seco.
Escupían sobre el serrín del suelo. Rondaban a nuestras mocitas, imitaban nuestras maneras, aprendían los cantes de trilla de la era está en calma y el trigo en casa y ahora dice la niña que no se casa,¡ yeeegua, ay la yegua!.
Cuando habían logrado su primer propósito pretendían convencernos de que ya
formábamos parte del norte, como si tuviésemos interés ninguno en estar al norte, sinuestro corazón era una brújula orientada al sur.
Y cuando parecía que el mundo se iba a detener de tan lenta rutina llegó un día Lola Humanes a contarle a su marido que el médico le había asegurado que una nueva vida estaba creciendo en su interior, y en ese momento Lucas se supo creador, prolífico y grande, como un campo recién arado, justo en el momento en que una inhumana furia imparable estaba recorriendo aquella paz de cielos, campos y vida verdadera sin la angustia dolorosa del pequeño fracaso cotidiano. Al principio no supieron muy bien de qué se trataba pues en los tiempos antiguos las noticias eran lejanos ecos. La verdadera noticia era que estaba atardeciendo, que el cielo se llenaba de estelas rojas de sangre.
Las novedades eran apenas leyendas susurradas por el viento, como semillas.
Comprendieron súbitamente, cuando una mala tarde llegaron a la puerta de la choza de Lucas tres jinetes buscando a alguien. Armaban mucho ruido, los niños se escondían, los perros ladraban como cañones. Señora, sujete usted a esos perros o le pegamos un tiro. Lola tuvo coraje para tomar las riendas de los caballos y apartarlos -casi nos pisotean- dijo ella. Comprobaron que allí no estaba lo que buscaban. Poco días después Lola, de tez pálida y trajes eternamente negros iba a por agua a un pozo cercano, sujetando con una mano las riendas del mulo que soportaba el peso de grandes cántaras y con la otra el pequeño universo que crecía en su interior.
De repente las bestias se pararon en seco, se negaban a seguir avanzando, no había forma humana de hacerlos andar. Entonces ella cogió uno de los cántaros y fue andando hasta el pozo y no vio el reflejo de su cara en el agua, tal y como esperaba, sino una cara blanca y azul, unos ojos que miraban a través de la carne y las piedras y un cuerpo deformado. Allí estaba, muerto, el hombre que andaban buscando los jinetes. Lola parió poco después un feto que nació muerto.
Las cosas fueron cambiando paulatinamente. La sinrazón se fue apoderando lentamente del aire hasta viciarlo. Pequeños hechos iban anticipando grandes dramas. Alguien intentó prender fuego a una iglesia los campos se llenaron por vez primera de estruendos color plomo y alas anchas y todos se escondieron debajo de los pinos.
Una mañana, mientras aplicábamos planchas calientes a los costados de los cerdos para curarles la pulmonía, llegó un señor vestido de negro con una gorra y una saca de cuero, de la que sacó un papel con un sello, en el que se ordenaba a Lucas que fuese a defender un polvorín. Lo vieron partir por un camino entre olivares con una maleta de madera bajo el brazo, con su cuerpo hermoso de atleta, de niño grande y su sonrisa luminosa, sencilla y fresca, sus ojos transparentes, como una fuente y Lola se quedó sola en medio de la nada.
Ella pudo sobrevivir gracias a los libros, creando el milagro de las letras entre ortigas y cerdos, entre pólvora y llanto. Con ellos fue reconstruyéndose con una arquitectura silenciosa, secreta y dura, letras como anhelada lluvia, clorofila negra, que iba calando el suelo, neuronal y somnoliento.
Lola y Lucas crearon un cordón umbilical negro sobre fondo blanco, puente
indestructible de palabras y cartas a prueba de bombas. Ella le escribía versos y luego los releía. Te me escapas, te me enredas entre los dedos, te confundo, corro detrás de ti, te echo de menos.
Sin embargo te espero. Tal vez escapas de ti mismo, porque no quieres que te encuentre, porque no quieres encontrarte. Lucas no sabía leer, pero eso a ella le daba igual. De repente apareció un niño de seis años en medio del barro, miró suplicante a Lola y ella supo que habían matado a sus padres, que no tenía más familia y que necesitaba ayuda. -¿Como te llamas?-. -Ulises, respondió-. Con el tiempo se estableció entre ellos una relación parecida a la de una madre y un hijo. Una mañana Lola despertó al niño antes de salir el sol y cuando hubo terminado de vestirlo y lavarlo le dijo, hoy vamos a hacer un viaje para ver a Lucas.
A la puerta de la casa llegó un carro, con un lento traqueteo, como si no fuese a ninguna parte. La madre parloteó tímidamente con el carretero hasta que los dejó en la lejana estación de tren, sin demasiado interés, como si fueran un equipaje. Lola miraba la lluvia detrá de los cristales empañados del tren, mientras acariciaba la cabeza de Ulises.
Los olivares pasaban muy rápido, la vía iba paralela a una carretera por donde pasaba un convoy militar. A lo lejos, la sierra azulada perdía consistencia conforme el aire se iba adensando.
Lucas intentó por todos los medios disuadir a Lola de que fuese a verle. La tensión entre los bandos era insostenible, se temía que el más mínimo roce pudiese desencadenar una matanza estúpida. Pero ella sentía que tenía que verlo urgentemente.
Temía perderlo en medio de la guerra o en brazos de otra. Si esto ocurriese, no lo culparía a él, -un soldado que se debatía entre la vida y la muerte, siempre está necesitado de compañía- se culparía ella misma.
Al bajar del tren, un militar un entregó a Lola, una nota firmada por Lucas, lo leyó y en su rostro se dibujó el terror. Sólo tuvo tiempo de oír, no se asuste, sólo tiene que dirigirse a la dirección que está escrita en el papel, no le pasará nada si se dirige allí.
Blanca sintió un escalofrío de terror, cogió en brazos a Ulises y el niño sintió que ella estaba aterrada. Iban cruzando una calle estrecha cuando se oyó un disparo, e inmediatamente puertas y ventanas se cerraron casi al unísono en un gesto mecánico, sincronizado y amenazador.
Un niño jugaba en el suelo con un montón de arena. De una casa salió su madre. Lo cogió de forma violenta lo zarandeó y lo condujo al interior a toda prisa. Al cerrar la puerta vio a Ulises y Lola y los miró como si ya no se pudiese hacer nada por salvarlos. Ella miró una vez más el papel con la dirección. Caminó las calles desiertas buscando a alguien, pero no había nadie.
Una fila de soldados les prohibió el acceso a una plaza que necesitaban cruzar para llegar al lugar apuntado en el papel y Lola lloró por vez primera, bajo la atenta mirada de Ulises, justo cuando comenzaron a oírse gritos que salían de la iglesia. En la plazuela estaba congregada una multitud de rehenes refugiados en el templo. La plaza estaba rodeada de grandes balcones, donde se apostaban soldados y tiradores que apuntaban hacia la multitud.
Desde el templo unos hombres conducían e insultaban a un cura con un ronzal al cuello calle abajo, hacia una callejuela sin salida.
Fue la primera vez que Ulises vio a aquella misteriosa dama vestida de blanco que caminaba por una calle cercana y vacía sin poner apenas los pies en el suelo, fue ella la que le dijo -¡Ulises corre, corre, corre!, y él soltó la mano de Lola y corrió en dirección adonde la dama blanca le señalaba.
Lola comenzó a correr para darle alcance y perderse por una calle, lejos, muy lejos hacia otra plaza donde no había nadie, eso les salvó la vida. En represalia por la muerte del sacerdote, el otro bando comenzó a disparar contra la multitud y eso encendió una espiral de violencia, sangre y fuego que duró varios días.
Lola corría calle abajo hasta que por fin pudo dar alcance al niño, justo frente a la puerta en la que la otra madre había recogido al niño que jugaba en la arena. Tras los disparos, se hizo un silencio sepulcral, una leve pausa que anunciaba el gran desastre, y Lola oyó muy cerca el ruido del cerrojo de una puerta que se abría. Salió aquella madre e invitó a Lola y Ulises a que entrasen para resguardarse antes de que comenzara la gran
carnicería. Ella no lo dudó y entraron, cerrando la puerta detrás de sí con un enorme cerrojo.
Curiosamente, y sin saberlo estaban en la casa cuya dirección del papel que le dieron al bajar del tren. Lola se quedó mucho más tranquila al saber que aquella mujer era amiga de su marido. Al conocer el desastre que se avecinaba y la llegada de Lola al pueblo, Lucas le mostró a la dueña de la casa una foto de ella y sabía que debía llegar.
Ahora las dos mujeres rezaban para que sus maridos saliesen ilesos de la batalla, que duró varios días en los que no cesaron de oírse disparos y ráfagas atronadoras. Aquella mujer hablaba muy poco y Lola se sintió abandonada a su
suerte. Durante la noche extrañas luces iluminaban la oscuridad y un silencio sepulcral se apoderaba del pueblo. Perdieron la cuenta de cuántos días estuvieron allí encerrados dentro de aquella casa.
Cuando todo hubo pasado las dos mujeres quitaron las trancas y abrieron las puertas de la casa, olieron un aroma extraño, familiar, dulce y descubrieron sobre los adoquines destellos de brillo intenso que al acercarse reconocieron como sangre. Comenzó a llover y el agua de lluvia mezclada con sangre que corría calle abajo era el único sonido perceptible aquella mañana.
Pasaron varios días más hasta que la situación se normalizó, uno de los dos bandos había sido aniquilado, sin embargo su hombre no aparecía por ningún lado así que Lola había decidido salir a buscarlo, caminaba con el niño por las calles intentando buscar a
Lucas en aquel pueblo desconocido, le enseñaba una foto rota a la gente y le ofrecía billetes por darle alguna pista sobre su paradero, pero nadie sabía nada en medio de aquel caos de funerales y llantos en aquel pueblo de locos.
Una semana más tarde abandonó toda esperanza de encontrar con vida a su marido así que se despidió de la mujer que le había ayudado a salvar la vida y se dirigió a la estación de tren, de vuelta a casa.
Compró los billetes y cruzó el andén de la estación llena de soldados anónimos y de aspecto demacrado, de familias que se reencontraban llorando y de mujeres vestidas de negro, con niños pequeños que tenían en sus manos fotos de soldados desaparecidos y billetes para escapar de aquel lugar. Lola se subió al tren lentamente, como
demorándose adrede, como si en aquel lugar se quedase para siempre algo suyo, como si algo le uniera a él. No dejaba de mirar atrás, como si buscara algo, o alguien con la mirada.
Sin embargo, cuando Ulises, le preguntó, que buscas, ella respondió: nada, mientras el niño buscaba asiento en el interior del tren, ella buscaba algo en las caras de cada uno de los soldados, sin embargo el tiempo inexorable, no parecía detenerse.
Todo lo contrario, cuando, el jefe de estación dio con su silbato la orden de salida, aquel silbido, fue como el del agua que hirviendo bulle en el interior de un recipiente sobre el fuego que busca el mas mínimo resquicio para salir.
El primer giro seco de las ruedas del tren movidas por la máquina de vapor, fue como si le arrancasen el alma, como un golpe en el corazón de Lola, que miró por ultima vez al andén, esperando encontrar rostros anónimos, como había sucedido antes. Esta vez vio a un hombre joven, en el que no había reparado anteriormente, sentado en el suelo, tenía los ojos vendados y charlaba con otros soldados. Lola creyó encontrar un gesto familiar, y se aferró locamente, ciegamente a su última esperanza, avisó a Ulises, cogió de nuevo su equipaje y bajaron de un tren que lentamente inició su marcha para luego perderse en el horizonte, mientras que Lola miraba a aquel hombre más cerca y con más detenimiento, para comprobar que no era lo que ella esperaba, era más viejo y moreno que su marido.
Se dio la vuelta y contempló los raíles vacíos, el tren ya se había ido, de repente comprobó que no tenía dinero para comprar otro billete así que tendría que pedir, solo
de pensarlo se le nubló la vista y sintió una leve sensación de mareo, creyó
que se iba a caer en medio de las vías, justo cuando se acercaba un nuevo vehículo.
Le salvó la mano de Ulises que se aferraba a ella con toda su fuerza, cuando lo miró sonreía dándole ánimos y pudo ver que el soldado de los ojos vendados sacaba del bolsillo de su chaqueta unos cigarrillos y un plateado reloj de bolsillo con un retrato de mujer dentro y un nombre de mujer grabado en su lomo, que acariciaba como si estuviese acariciando los muslos de una mujer.
El superviviente Lucas Hidalgo llegó una mañana al campo con el lucero matagañanes aún en el firmamento -nadie supo nunca de qué desierto- desbrozó el terreno y clavó en el suelo una fila de estacas.
Luego, fue a cortar más palos para el esqueleto y los puso armando el tejado,
apoyándose en la viga maestra o cumbre. Para el cuerpo amarró cañas que sujetarían las varetas y añadió pasto seco cosido a modo de cobertura. Lo embadurnó todo de barro y le puso una camisa de cal. Cavó con sus propias manos de huérfano y jornalero adolescente, el pozo, morada del agua, y de allí brotó con generosidad el líquido elemento. El fuego tuvo también su hogar cuando construyó el horno de pan. La cocina, -que poco tiempo después olería a campo, trigo, arrope, pan recién hecho, matalaúva, canela en rama, manteca de cerdo -se erigió unas decena de metros mas allá, para evitar incendios.
Era la casa de los tiempos antiguos, que fue estrenada con ocasión de una boda sin largos noviazgos ni grandes ceremonias, más por necesidad que por amor o convencimiento de los contrayentes. Cuando Lucas Hidalgo se casó con Lola Humanes, tuvo plena conciencia de que no solo había logrado sobrevivir, sino de que se había hecho a sí mismo y se sintió orgulloso.
En el campo se vivía bien. Se criaban toda clase de frutas, verduras y hortalizas, cerdos, pollos o pavos. En la ciudad, la gente moría de hambre. Su casa en la calle Purgatorio estaba en ruinas, sin embargo aquí Lucas era feliz sembrando en tierra de otros, ganando una parte de su fruto y viviendo en una acogedora choza hecha con sus manos, no como aquellos grandes cortijos de los amos, con su inconsolable llanto de molienda y su voz ahogada en aceite solo interrumpida por los bandoleros, los únicos que rompieron aquel aire de paz señorial agujereando el orgullo de las caciquiles veletas.
-Agua y viento que estoy de por tiempo- decía Lucas y los amos les respondían -Viento y agua, que no te faltará qué hagas. Cuando estaba en el trabajo, el joven recién casado contaba el tiempo mirando un reloj de bolsillo, regalo de boda de su esposa, que tenía dentro de la caja una foto de ella y por fuera llevaba grabado su nombre, Lola, -l,o,l, a- letras él acariciaba en la superficie de plata repujada del reloj, como si acariciase los muslos de su amada.
Lucas se encamaba con Lola, mecánicamente, escuchando el rumor de las
sábanas de organdí, y afuera la lluvia, el croar de las ranas eternas, y el canto de la abubilla- muerto por el trabajo- y con el run run en la mente de que le faltaba tener un
hijo a quien dejar las tierras que poco a poco pensaba adquirir para cumplir su destino, hacer su vida, cerrar el círculo.
Cada día sentían estar solos ante campos dormidos en el suave adormecer rojo de la tarde por cañadas, veredas y trochas y después se vaciaban el uno en el otro -en la misma cama donde nacerían y morirían varias generaciones-. No había más que meterse en lo caliente de las camas rellenas de paja y alegrarse de estar vivo, aunque al día siguiente siguiera lloviendo sobre sus sueños, en los ancianos tiempos.
Soñaban que un día en la calle se cruzaban con el primer forastero que llegaba a aquellas tierras, andando como mecido por corrientes y olía a esponja y corales, le decían buenos días y él respondía cortésmente buenos días, con un tono agudo de chillido extraño. Los campos ya no tragaban más agua y surgían pequeños riachuelos. Cuando ya no había mas agua en el cielo caía barro o ranas.
Bajo las encinas de las dehesas los tejones buscaban el calor de la tierra excavando sus galerías mientras las corrientes se adentraban por las tierras mas bajas y se reunían con otras que se arrastraban arrancando limo, besando rocas y desembocaban en el río que normalmente era una corriente de tolerancia y belleza, llevando vida a todas las cosas vivas, correteando inocente entre alegres huertas y grises olivares y que ahora es un intransigente de hinchadas barbas y mirada funesta, que crecía y crecía hasta inundar todo de su intolerancia, derribando a sus hijos los olmos, las saucedas, y los tarajales, los refugios de los eremitas, levantados a golpes de mansedumbre y entonces, el río se convertía en mar, se hacía navegable.
Los barcos podían llegar entonces a las marismas desde la cercana costa. Se
aprovechaba la ocasión del negocio para instalar junto al rancho Metro un pequeño puerto mercante. Un puerto triste y destartalado en medio de los olivares, con su cantina y su embarcadero.
Pequeños veleros de exploración avisaban de que existía un río nuevo y una aldea que no figuraba en los mapas. -Cómo es posible- se preguntaban y ordenaban ampliar sus redes de comercio. Enviaban a sus agentes más audaces, que no tardaban demasiado en traernos espejos y telas finas y elegantes. Eran los hijos de la gran lluvia, de piel pálida como por efecto del agua. No nos fiábamos de aquellos duendes ni les hacíamos demasiado caso, pero mientras más obstáculos, más obstinados. Amanecían en la taberna con aquellos trajes sencillos de pana y pedían un anís seco.
Escupían sobre el serrín del suelo. Rondaban a nuestras mocitas, imitaban nuestras maneras, aprendían los cantes de trilla de la era está en calma y el trigo en casa y ahora dice la niña que no se casa,¡ yeeegua, ay la yegua!.
Cuando habían logrado su primer propósito pretendían convencernos de que ya
formábamos parte del norte, como si tuviésemos interés ninguno en estar al norte, sinuestro corazón era una brújula orientada al sur.
Y cuando parecía que el mundo se iba a detener de tan lenta rutina llegó un día Lola Humanes a contarle a su marido que el médico le había asegurado que una nueva vida estaba creciendo en su interior, y en ese momento Lucas se supo creador, prolífico y grande, como un campo recién arado, justo en el momento en que una inhumana furia imparable estaba recorriendo aquella paz de cielos, campos y vida verdadera sin la angustia dolorosa del pequeño fracaso cotidiano. Al principio no supieron muy bien de qué se trataba pues en los tiempos antiguos las noticias eran lejanos ecos. La verdadera noticia era que estaba atardeciendo, que el cielo se llenaba de estelas rojas de sangre.
Las novedades eran apenas leyendas susurradas por el viento, como semillas.
Comprendieron súbitamente, cuando una mala tarde llegaron a la puerta de la choza de Lucas tres jinetes buscando a alguien. Armaban mucho ruido, los niños se escondían, los perros ladraban como cañones. Señora, sujete usted a esos perros o le pegamos un tiro. Lola tuvo coraje para tomar las riendas de los caballos y apartarlos -casi nos pisotean- dijo ella. Comprobaron que allí no estaba lo que buscaban. Poco días después Lola, de tez pálida y trajes eternamente negros iba a por agua a un pozo cercano, sujetando con una mano las riendas del mulo que soportaba el peso de grandes cántaras y con la otra el pequeño universo que crecía en su interior.
De repente las bestias se pararon en seco, se negaban a seguir avanzando, no había forma humana de hacerlos andar. Entonces ella cogió uno de los cántaros y fue andando hasta el pozo y no vio el reflejo de su cara en el agua, tal y como esperaba, sino una cara blanca y azul, unos ojos que miraban a través de la carne y las piedras y un cuerpo deformado. Allí estaba, muerto, el hombre que andaban buscando los jinetes. Lola parió poco después un feto que nació muerto.
Las cosas fueron cambiando paulatinamente. La sinrazón se fue apoderando lentamente del aire hasta viciarlo. Pequeños hechos iban anticipando grandes dramas. Alguien intentó prender fuego a una iglesia los campos se llenaron por vez primera de estruendos color plomo y alas anchas y todos se escondieron debajo de los pinos.
Una mañana, mientras aplicábamos planchas calientes a los costados de los cerdos para curarles la pulmonía, llegó un señor vestido de negro con una gorra y una saca de cuero, de la que sacó un papel con un sello, en el que se ordenaba a Lucas que fuese a defender un polvorín. Lo vieron partir por un camino entre olivares con una maleta de madera bajo el brazo, con su cuerpo hermoso de atleta, de niño grande y su sonrisa luminosa, sencilla y fresca, sus ojos transparentes, como una fuente y Lola se quedó sola en medio de la nada.
Ella pudo sobrevivir gracias a los libros, creando el milagro de las letras entre ortigas y cerdos, entre pólvora y llanto. Con ellos fue reconstruyéndose con una arquitectura silenciosa, secreta y dura, letras como anhelada lluvia, clorofila negra, que iba calando el suelo, neuronal y somnoliento.
Lola y Lucas crearon un cordón umbilical negro sobre fondo blanco, puente
indestructible de palabras y cartas a prueba de bombas. Ella le escribía versos y luego los releía. Te me escapas, te me enredas entre los dedos, te confundo, corro detrás de ti, te echo de menos.
Sin embargo te espero. Tal vez escapas de ti mismo, porque no quieres que te encuentre, porque no quieres encontrarte. Lucas no sabía leer, pero eso a ella le daba igual. De repente apareció un niño de seis años en medio del barro, miró suplicante a Lola y ella supo que habían matado a sus padres, que no tenía más familia y que necesitaba ayuda. -¿Como te llamas?-. -Ulises, respondió-. Con el tiempo se estableció entre ellos una relación parecida a la de una madre y un hijo. Una mañana Lola despertó al niño antes de salir el sol y cuando hubo terminado de vestirlo y lavarlo le dijo, hoy vamos a hacer un viaje para ver a Lucas.
A la puerta de la casa llegó un carro, con un lento traqueteo, como si no fuese a ninguna parte. La madre parloteó tímidamente con el carretero hasta que los dejó en la lejana estación de tren, sin demasiado interés, como si fueran un equipaje. Lola miraba la lluvia detrá de los cristales empañados del tren, mientras acariciaba la cabeza de Ulises.
Los olivares pasaban muy rápido, la vía iba paralela a una carretera por donde pasaba un convoy militar. A lo lejos, la sierra azulada perdía consistencia conforme el aire se iba adensando.
Lucas intentó por todos los medios disuadir a Lola de que fuese a verle. La tensión entre los bandos era insostenible, se temía que el más mínimo roce pudiese desencadenar una matanza estúpida. Pero ella sentía que tenía que verlo urgentemente.
Temía perderlo en medio de la guerra o en brazos de otra. Si esto ocurriese, no lo culparía a él, -un soldado que se debatía entre la vida y la muerte, siempre está necesitado de compañía- se culparía ella misma.
Al bajar del tren, un militar un entregó a Lola, una nota firmada por Lucas, lo leyó y en su rostro se dibujó el terror. Sólo tuvo tiempo de oír, no se asuste, sólo tiene que dirigirse a la dirección que está escrita en el papel, no le pasará nada si se dirige allí.
Blanca sintió un escalofrío de terror, cogió en brazos a Ulises y el niño sintió que ella estaba aterrada. Iban cruzando una calle estrecha cuando se oyó un disparo, e inmediatamente puertas y ventanas se cerraron casi al unísono en un gesto mecánico, sincronizado y amenazador.
Un niño jugaba en el suelo con un montón de arena. De una casa salió su madre. Lo cogió de forma violenta lo zarandeó y lo condujo al interior a toda prisa. Al cerrar la puerta vio a Ulises y Lola y los miró como si ya no se pudiese hacer nada por salvarlos. Ella miró una vez más el papel con la dirección. Caminó las calles desiertas buscando a alguien, pero no había nadie.
Una fila de soldados les prohibió el acceso a una plaza que necesitaban cruzar para llegar al lugar apuntado en el papel y Lola lloró por vez primera, bajo la atenta mirada de Ulises, justo cuando comenzaron a oírse gritos que salían de la iglesia. En la plazuela estaba congregada una multitud de rehenes refugiados en el templo. La plaza estaba rodeada de grandes balcones, donde se apostaban soldados y tiradores que apuntaban hacia la multitud.
Desde el templo unos hombres conducían e insultaban a un cura con un ronzal al cuello calle abajo, hacia una callejuela sin salida.
Fue la primera vez que Ulises vio a aquella misteriosa dama vestida de blanco que caminaba por una calle cercana y vacía sin poner apenas los pies en el suelo, fue ella la que le dijo -¡Ulises corre, corre, corre!, y él soltó la mano de Lola y corrió en dirección adonde la dama blanca le señalaba.
Lola comenzó a correr para darle alcance y perderse por una calle, lejos, muy lejos hacia otra plaza donde no había nadie, eso les salvó la vida. En represalia por la muerte del sacerdote, el otro bando comenzó a disparar contra la multitud y eso encendió una espiral de violencia, sangre y fuego que duró varios días.
Lola corría calle abajo hasta que por fin pudo dar alcance al niño, justo frente a la puerta en la que la otra madre había recogido al niño que jugaba en la arena. Tras los disparos, se hizo un silencio sepulcral, una leve pausa que anunciaba el gran desastre, y Lola oyó muy cerca el ruido del cerrojo de una puerta que se abría. Salió aquella madre e invitó a Lola y Ulises a que entrasen para resguardarse antes de que comenzara la gran
carnicería. Ella no lo dudó y entraron, cerrando la puerta detrás de sí con un enorme cerrojo.
Curiosamente, y sin saberlo estaban en la casa cuya dirección del papel que le dieron al bajar del tren. Lola se quedó mucho más tranquila al saber que aquella mujer era amiga de su marido. Al conocer el desastre que se avecinaba y la llegada de Lola al pueblo, Lucas le mostró a la dueña de la casa una foto de ella y sabía que debía llegar.
Ahora las dos mujeres rezaban para que sus maridos saliesen ilesos de la batalla, que duró varios días en los que no cesaron de oírse disparos y ráfagas atronadoras. Aquella mujer hablaba muy poco y Lola se sintió abandonada a su
suerte. Durante la noche extrañas luces iluminaban la oscuridad y un silencio sepulcral se apoderaba del pueblo. Perdieron la cuenta de cuántos días estuvieron allí encerrados dentro de aquella casa.
Cuando todo hubo pasado las dos mujeres quitaron las trancas y abrieron las puertas de la casa, olieron un aroma extraño, familiar, dulce y descubrieron sobre los adoquines destellos de brillo intenso que al acercarse reconocieron como sangre. Comenzó a llover y el agua de lluvia mezclada con sangre que corría calle abajo era el único sonido perceptible aquella mañana.
Pasaron varios días más hasta que la situación se normalizó, uno de los dos bandos había sido aniquilado, sin embargo su hombre no aparecía por ningún lado así que Lola había decidido salir a buscarlo, caminaba con el niño por las calles intentando buscar a
Lucas en aquel pueblo desconocido, le enseñaba una foto rota a la gente y le ofrecía billetes por darle alguna pista sobre su paradero, pero nadie sabía nada en medio de aquel caos de funerales y llantos en aquel pueblo de locos.
Una semana más tarde abandonó toda esperanza de encontrar con vida a su marido así que se despidió de la mujer que le había ayudado a salvar la vida y se dirigió a la estación de tren, de vuelta a casa.
Compró los billetes y cruzó el andén de la estación llena de soldados anónimos y de aspecto demacrado, de familias que se reencontraban llorando y de mujeres vestidas de negro, con niños pequeños que tenían en sus manos fotos de soldados desaparecidos y billetes para escapar de aquel lugar. Lola se subió al tren lentamente, como
demorándose adrede, como si en aquel lugar se quedase para siempre algo suyo, como si algo le uniera a él. No dejaba de mirar atrás, como si buscara algo, o alguien con la mirada.
Sin embargo, cuando Ulises, le preguntó, que buscas, ella respondió: nada, mientras el niño buscaba asiento en el interior del tren, ella buscaba algo en las caras de cada uno de los soldados, sin embargo el tiempo inexorable, no parecía detenerse.
Todo lo contrario, cuando, el jefe de estación dio con su silbato la orden de salida, aquel silbido, fue como el del agua que hirviendo bulle en el interior de un recipiente sobre el fuego que busca el mas mínimo resquicio para salir.
El primer giro seco de las ruedas del tren movidas por la máquina de vapor, fue como si le arrancasen el alma, como un golpe en el corazón de Lola, que miró por ultima vez al andén, esperando encontrar rostros anónimos, como había sucedido antes. Esta vez vio a un hombre joven, en el que no había reparado anteriormente, sentado en el suelo, tenía los ojos vendados y charlaba con otros soldados. Lola creyó encontrar un gesto familiar, y se aferró locamente, ciegamente a su última esperanza, avisó a Ulises, cogió de nuevo su equipaje y bajaron de un tren que lentamente inició su marcha para luego perderse en el horizonte, mientras que Lola miraba a aquel hombre más cerca y con más detenimiento, para comprobar que no era lo que ella esperaba, era más viejo y moreno que su marido.
Se dio la vuelta y contempló los raíles vacíos, el tren ya se había ido, de repente comprobó que no tenía dinero para comprar otro billete así que tendría que pedir, solo
de pensarlo se le nubló la vista y sintió una leve sensación de mareo, creyó
que se iba a caer en medio de las vías, justo cuando se acercaba un nuevo vehículo.
Le salvó la mano de Ulises que se aferraba a ella con toda su fuerza, cuando lo miró sonreía dándole ánimos y pudo ver que el soldado de los ojos vendados sacaba del bolsillo de su chaqueta unos cigarrillos y un plateado reloj de bolsillo con un retrato de mujer dentro y un nombre de mujer grabado en su lomo, que acariciaba como si estuviese acariciando los muslos de una mujer.
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