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Olvido

Olvido
- Ave María Purísima.- Sin pecado concebida.
Crujieron las tablas del reclinatorio. Don Francisco atravesó con la mirada los resquicios de la
celosía, y descubró al otro lado a una mujer joven, de ojos enérgicos.
-¿Y bien? -preguntó el sacerdote.- ¿No vas a hablarme de tus pecados, hija mía?.
-No, padre. Quería hablarle de los pecados de otros. No me considero perfecta, puede que incluso
sea mala, pero fueron los pecados de un hombre los que me hicieron así.
-Hija mía...Si crees que vas a sentirte mejor...yo te daré los consejos.
La mujer tragó saliva.-Pues, es que...siento que un hombre me ha robado, no ahora, hace ya mucho.
-¿Un robo?. Me temo que eso se escapa de la justicia divina. Pero dime, ¿qué te robaron?.
-Cosas pequeñas, padre, pero importantes, usted sabe, de esas que no pueden verse y que, sin
embargo, son las cosas más importantes. Cosas como una infancia feliz, los cuentos que le susurran
a una por las noches. Me dejó una silla vacía, y vacío también el cojín blanco que hay en la cama de
mi madre. ¿Entiende a lo que me refiero?. Las manos del sacerdote acariciaron el libro de oracione.
No, hija mía. ¿Qué es eso del cojín...?
-En la cama de matrimonio de mi casa, hay un cojín con la S bordada de mi madre, padre. Junto a él
debiera haber otro cojín, con otra inicial bordada. Pero sólo hay un cojín blanco, sin bordar. En fin,
ya me entiende, padre. Me robaron, las sensaciones, los momentos más importantes de mi vida de
mi infancia. Y la verdad es que mi corazón no alberga ya rencor hacia aquel hombre, padre, al que
apenas conozco, pero que con su ausencia marcó un vacío en mi vida. Y usted se preguntará, que
motivo hay para que yo le cuente esto hoy, padre. La respuesta es que hoy me pregunto si el habrá
pagada su culpa, si existe la justicia de Dios, -si existe- o de los hombres. Pero ya le digo que hace
tiempo que no siento nada hacia ese hombre, solo indeferencia, vivir con odio me hace enfermar,
por eso no tuve mas remedio que perdonarle. Mi madre, por ejemplo, le perdonó. Le quiere
-murmuró, y luego, sacudiéndose la cabeza, rectificó- Le quería. Mi madre ha muerto.
El sacerdote se sobresaltó. Intentó balbucear una pregunta, pero ella ya se le había adelantado.
Murió, hace cosa de dos meses. Habló conmigo de él. Siempre hablábamos de él...El poco tiempo
que le dejaba libre el trabajo. Aún habló de él con dulzura la última vez; en su lecho de muerte.
Veintidós años después le seguía queriendo. ¿Usted lo ve normal, padre?. Querer a aquel hombre
que le robó tantas cosas, que nos robó tantas cosas. Y sin embargo ella, que me puso el
nombre de Olvido, probablemente porque sin olvido no hay consuelo ni paz, le seguía queriendo.
El sacerdote sacó de su bolsillo un pañuelo y se lo entregó a Olvido, para engujar sus lágrimas.
-Aun quería a un hombre que no dejó ni siquiera el papel de su paradero; que se marchó una noche
sin despedirse, que sólo pidió, algún tiempo después y por carta, un mechón de pelo como recuerdo
de su hija. Que en sus cartas sólo hablaba de dinero, siempre dinero. Un dinero que mi madre nunca
aceptó.
-¿ Me entiende?. Preguntó la mucha al sacerdote entre lágrimas cuyos ojos continuaban pendientes
de auqel rostro de mujer, a través de la celosía. El sacerdote se enjugó también las lágrimas y sacó
fuerzas de flaqueza antes de preguntar. - ¿Y tú le quieres? ¿Tú quieres a ese hombre?
No. Dejé de quererle hace tiempo, comencé a odiarle desde niña, cuando no estuvo a mi lado en
cada uno de los miles de instantes importantes de mi vida.
El sacerdote abrió el libro, y echó una ojeada dentro, como buscando algo pero sólo
hayó letras menudas.
- Por todo eso no creo en Dios, padre; ni creo que usted pueda juzgarme, absolverme o reprenderme.
-¿Entonces no quieres que rece tampoco por ti, hija mía?
-No, padre. Rece mejor por él, lo necesita más. Pronto nos volveremos a ver. La ciudad está
cambiando, dijo en tono amenazador y misterioso.
El sacerdote se reclinó entonces, y pasó las hojas del libro. De pronto se detuvo. El mechón de pelo
delicado, y rubio seguía allí, entonces murmuró.-Adiós, Olvido.
De repente, un hecho muy grave sacó al sacerdote de su ensimismamiento. Un numeroso grupo de
jóvenes entraron en la iglesia forzando una de sus pequeñas puertas laterales, llenando el silencio de
las naves de un estruendo inicial y de un ruído ensordecedor desconocido en aquel recinto. El
sacerdote no entendía qué estaba ocurriendo. Pero lo peor era que el grupo de jóvenes no paraba de
crecer hasta llegar a los 50, algunos estaban armados con palos, con navajas y algunos con espadas.
El sacerdote se asustó y no salió de su asombro cuando comprobó que uno de los cabecillas del
grupo subió al púlpito y comenzó a hablar a sus compañeros imitando las maneras de los sacerdotes.
-Compañeros, esta iglesia es ahora nuestra, demostraremos que somos gente de bien y por ser
nuestra, no destrozaremos nada, para poder luego usarla para fines más necesarios. Sin embargo, no
puedo evitar la tentación de deicros algo aprovechando que estoy aquí subido en el lugar que ocupan
esos cuervos negros. Hay que evitar el pecado, compañeros, decía aquel joven-.
El sacerdote no daba crédito a lo que estaba viendo, y comenzó a rezar ante la gravedad de los
hechos. Pensó qué podría hacer, y a quién avisar. Sin duda, pensó había pasado demasiado tiempo
en aquella clausura, tanto que se había desconectado de los cambios sociales que se estaban
produciendo en aquella ciudad, que sin duda tenían que ser la explicación a aquel sinsentido.
-Y la mejor forma de evitarlo es caer en él. Pecado es ver pasar un cuerpo armonioso y no
bendecirlo.-Continuaba el cabecilla de aquellos jóvenes con aspecto de ser unos revolucionarios- .
Pecado es no haber sentido en las retinas la caricia rosada del sol besándote el rostro. Pecado es no
saber lo que es el corazón desarbolado del ser amado latiendo junto a tu pecho. No paladear el buen
vino, no saborear una buena comida, no disfrutar una buena conversación ahora que aún puedes,
apenas ignorando que tras torcer un cabo puede asaltarte una tormenta de verano y hundirte. No
desear a quien se ama, cuando se ama. No amar la belleza, al mar. No amar. Es pecado. Es
pecado no pecar. Así que ahora que podéis, pecad como pescadores que se hacen a la mar por vez
primera. Como marinos que arriban a un puerto del Caribe en día de fiesta. O hace falta el negro
para que amemos el blanco, o hace falta la muerte para que vivamos intensamente. He dicho.
Cuando aquel marinero malencarado terminó su rídiculo parlamento, el sacerdote estaba tan
aterrado que no sabía que hacer, casi temblaba, así que lo mejor sería, -pensó- quedarse escondido
dentro del confesionario, buscando una ocasión para escaparse mientras seguía entrando gente en el
templo, a tenor del ruído que seguía aumentando en los oídos del sacerdote.
Fue entonces cuando el misal que estaba sobre la túnica, en su regazo, resbaló cayendo al
entarimado sobre el que estaba el confesionario, dejando ver el secreto del mechón de cabellos
infantiles, provocando un pequeño estruendo que heló la sangre en las venas del ya maduro
sacerdote, que no se movió para no hacer más ruído. Cuando comprobó que aquel ruído había
pasado desapercibido, fue a recoger del entarimado auqellos cabellos infantiles. Al extender el
brazo, absorto ocomo estaba en sus remordimientos, y aterrado por aquella cuando menos inusual
circunstancia, -un pequeño olvido le jugó una mala pasada- no se dió cuenta de que la bolsa de tela
que allí había escondido antes de la llegada de Olvido, no encontró ahora ningún obstáculo para
salir y abrirse, dejando caer sobre las maderas su contenido, -gemas, brillantes, zafiros, turquesas,
perlas y monedas dos oro- provocando de nuevo un pequeño estruendo que esta vez,
irremediablemente le delató.
Minutos más tarde, Alejandro, César y Fernando esperaban que Olvido terminase de hablar con el
sacerdote, que permanecía atado de pies y manos en una silla.
-Alvarado dice que las joyas son un regalo de la duquesa ¿le creemos?, dijo Olvido.
-Los demás objetos de valor estarán ahora escondidos o fuera de la ciudad, opinó César. Hay que
hacer una búsqueda a fondo, en la iglesia y en el resto del palacio,encárgate tú Fernando, ordenó el
viejo maestro. ¿Qué sabes tú de eso, pájaro negro?.
-No sé de qué me hablas. Respondió Alvarado. Y en cuanto a tí Olvido, no me esperaba esto.
-Es una ironía del destino. ¿No cree?. De la justicia, divina o humana. Ya le dije que volveríamos a
vernos, dijo la mujer, triunfante-. Luego se acercó al jefe, César, y le dijo al oído. -¿Qué haréis con
él?, está claro que oculta algo, deberías soltarle y hacerle seguir, quizá nos conduzca a algo de
interés. -No dirá nada, -opina César-. -Pero podríamos intentarlo-.
-Los duques...intentó Alvarado decir algo. -¿Los duques?, ¿quienes son los duques?, le respondió
Olvido, divertida e irónica.
-Antes lo eran todo, le respondió Alvarado. Ellos construyeron el palacio, construyeron esta iglesia,
-dijo señalando a un escudo ducal que presidía el altar mayor- construyeron esta ciudad.
-Las cosas cambian, opinó César. Ahora esta ciudad es del pueblo, de la gente.
-¿Como es eso?, ¿que habéis hecho?.
César no supo qué responder, y por vez primera recapacitó sobre la importancia de lo que habían
hecho, lo que había pasado en la ciudad en las últimas horas. Recordó a la multitud congregada
espontáneamente en la plaza del mercado, tras la muerte del duque, las espontáneas muestras de
rebeldía ante la guardia ducal, y aquel joven agricultor que se interpuso delante de las carrozas de
duelo en el entierro del duque, que fue mandado azotar, la gente organizándose espontáneamente,
portando banderas blancas, hechas con sábanas de sus casas, a la gente introduciéndose por
centenares por pasadizos y salones del palacio, ya vacío, a la guardia huyendo, el olor de las
pescaderas del mercado conquistando las habitaciones cerradas, oscuras y de olor rancio, los
harapientos sentándose en los mullidos sillones dorados.
-¿Que hemos hecho?. Hemos cambiado esta ciudad para siempre, dijo César, el viejo y respetado
maestro de esucela mientras contemplaba por una vidriera del templo el palacio rodeado por la
muralla y sus piés la ciudad abrazada por el mar y las campiñas.
Poco después y siguiendo los consejos de Olvido, dejaron libre al padre Alvarado, que antes de salir
del templo, recuperó por unos segundos su compostura del mayor consejero ducal y gritó a la
multiud congregada en el templo.
-Ilusos, no váis a cambiar nada, todo volverá a ser como era.-Y se juró a sí mismo que haría todo lo
que estuviese en sus manos por volver a recuperar su iglesia, su ciudad, que era mucho, teniendo en
cuenta que era un personaje poderoso, un adversario peligroso, astuto y bien relacionado.
-Yo le seguiré, dijo Fernando, cuando se hubo marchado, y miró con incredulidad a Olvido, cuando
dijo que ella le acompañaría.
Sin perder demasiado tiempo siguieron al fraile que era insultado por la gente en la abarrotada
explanada principal de palacio, anexa a la iglesia, por la arcada plaza de armas, -por donde la gente
huía con los objetos de valor que pudo coger- y el desfiladero que daba a la puerta del tiro, que
cruzaba la muralla. Al final de la larga rampa de piedra que salvava el foso de la fortificación,
Francisco de Alvarado, mano derecha de los duques se volvió para mirar por última vez el palacio y
la moruna torre de su iglesia y casi a punto estuvo de descubrir a sus perseguidores, que atinaron a
esconderse las las maderas del portal nuevo. Luego callejearon tras él por las callejas del barrio
pobre que rodeaba los altos muros almenados de palacio y finalmente fueron a dar a las caballerizas
junto a un bosque de pinos entre la muralla y el mar, -mientras el sol se ponía- por donde el fraile se
perdió.
Entraron siguiendo al fraile en el enorme edificio de las caballerizas, lleno de arcos antiguos, polvo,
gavillas de paja, un fuerte olor a excrementos equinos y algún que otro coche de caballos, por
reparar. De repente el fraile se dió la vuelta y sus seguidores tuvieron que lanzarse al suelo junto a
un caballo para no ser descubiertos. Fernando dijo que debían seguir, pero Olvido se había herido
una rodilla. -Vamos, o le perderemos, susurrá Fernando, pero ella le devuelve una mirada
desafiante. -¿No ves que estoy herida, animal?. -Es solo un rasguño-, repondió él, forzándola a
seguir. -!Me duele¡-, dijo ella quejumbrosa. -Mujeres. Está bien, quédate aquí, yo iré a ver que hace
ese cuervo negro.
Mientras Olvido rompió un trozo de su falda para hacerse un vendaje en su sangrante rodilla,
Fernando se asomó casi reptando por el suelo al pasillo central de las caballerizas. -Mierda-, gritó él
en voz alta, irguiéndose. -¿Qué?, interrogó ella. -Ha volado- le respondió. -¿Cómo?. Olvido se
asomó al pasillo central para comprobarlo, y efectivamente no había ni rastro del fraile. -Puede que
se haya escondido, tras algún caballo, busquémosle Fernando.
-Quizá haya salido del edifico-.
-No hay más puertas- dijo la mujer. Tendría que haber salido por la que encontramos y te aseguro
que eso no ha ocurrido. Después de buscar a fondo en las caballerizas no había ninguna señal del
fraile. En un acceso de ira, Fernando, dió un puntapié a una piedra que rebotó contra una pared y
vino a dar contra unas maderas que resonaron huecas en el suelo.
-¿Has oído?. Una trampilla, dijo Olvido.
-La antorcha, no está-. Dijo Fernando señalando al muro donde terminaba el pasillo central.
Entonces, el hombre buscó entre la paja y la arena del suelo, encontró una anilla, tiró con todas sus fuerzas y se abrió una portezuela que daba a unas escaleras de piedra en forma de caracol. -Tu primero- dijo Fernando.
-Te lo dije, este Alvarado siempre esconde algo. Es su carácter, dijo Olvido, tomando otra antorcha y perdiéndose junto a Fernando por un oscuro y largo pasillo, que cruzaba bajoel palacio, lleno de humedad y toda clase de insectos y roedores.

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